El primer farmacéutico

MERCADOS

Los sabios escasean, incluso en circunstancias propicias. Pero en la Compostela de 1817, donde el calor que irradia la Universidad amortigua las heladas de la Inquisición, florece un ramillete de cerebros privilegiados. 

29 mar 2015 . Actualizado a las 05:00 h.

Entre ellos, los de un selecto grupo de clérigos liberales, profesores prestigiosos y doceañistas ilustrados que, por las noches, se congregan en torno al brasero encendido en una rebotica de Santiago. Su anfitrión, Julián Francisco Suárez Freire, es el primer farmacéutico de España con título de doctor.  

Casiano de Prado no asiste a la tertulia. Alumno del Colegio de Farmacia que dirige Suárez Freire, solo tiene veinte años y, según los denunciantes, fijación con Voltaire, cuyo busto preside su habitación. Además, está preso. El tribunal compostelano de la Inquisición lo encerró en sus calabozos por múltiples crímenes: leer libros prohibidos, afirmar que la infinitud de Dios no puede concentrarse en una hostia, propalar que después de la muerte solo hay sepultura y sostener que la pena de excomunión se devaluó desde que un papa excomulgó a Galileo.

Suárez Freire, catedrático de Farmacia Experimental, corrió mejor suerte. Probablemente lo salvaron su edad provecta -tenía entonces 66 años-, su sólida reputación académica, su círculo de influyentes amistades y su moderación en el combate político. Pero compartía con su discípulo los principios liberales que inspiraron la Constitución de Cádiz y este hecho no pasaba inadvertido al tribunal de la Inquisición.

«NOTA DE LIBERAL»

El mismo año en que Prado entraba en la mazmorra, donde pasaría 400 días aislado y enfermo, un párroco informaba al Santo Oficio acerca de los profesores de la Escuela de Farmacia, que habían solicitado permiso para acceder a «libros prohibidos». El informe era benévolo con los docentes -«cristianos viejos y honrados» que «no se exaltaron hasta ahora»-, con la única excepción del director, «el doctor D. Julián Suárez, que tuvo la nota de liberal, por su roce y conexión con los de este partido».

El clérigo no mentía. Suárez Freire había sido regidor del concello constitucional de Santiago y, desde ese puesto, expresaba su confianza en la llegada de «un Gobierno celoso de la prosperidad común» que transformaría Galicia en «un país de opulencia y la morada de un pueblo lleno de felicidades». Clamaba el boticario contra la «bárbara indiferencia» hacia «esta provincia tan dispuesta por la naturaleza para la industria y el comercio». De forma clarividente, anticipándose en décadas a la eclosión de la ciudad, ponía como ejemplo a Vigo, «el mejor puerto de la España», según dictamen del sabio Jovellanos. 

En la senda de otros ilustrados del Siglo de las Luces, como su amigo el canónigo Pedro Antonio Sánchez, Suárez Freire reivindicaba mejores comunicaciones. En un sugestivo folleto titulado Viage de Galicia..., impreso en los talleres de uno de sus contertulios, abogaba por la construcción de una carretera que enlazara Benavente con Ourense, Santiago y Vigo. «Los reyes -escribía- solo han abierto una carretera desde  Astorga hasta la Coruña por el país más estéril, sin duda con el solo objeto de conducir por ella  trenes de artillería o los tesoros de la América a la Corte». Aparte de esa vía, y del «camino hermoso» que construyeron los obispos Rajoy y Malvar desde A Coruña a Ponte Sampaio, «la Galicia se halla en el estado primitivo de la naturaleza».

Pese a su «nota de liberal», el prestigio alcanzado por Suárez Freire lo mantuvo alejado de las garras de la Inquisición cuando esta, ya más volcada en la represión política que en la persecución de herejes, fue restablecida por Fernando VII. Cotarelo Valledor trazó la biografía del personaje. Hijo de labradores pobres de la parroquia de Grixoa, un acaudalado compostelano de identidad desconocida le costeó los estudios en Madrid y le compró en Santiago una botica que había pertenecido a los jesuitas. En 1804 obtuvo el primer título de doctor en Farmacia que se expedía en España. Dos años después era nombrado primer catedrático del Colegio de Farmacia de San Carlos, que se preveía crear en Compostela. La Guerra de la Independencia postergó hasta 1915 la puesta en marcha del centro. El Colegio, siempre con Suárez Freire como director, permaneció abierto siete años y cerró sus puertas en 1822. Paradójicamente, un año después del levantamiento de Riego que dio paso al Trienio Liberal.

Su farmacia, emplazada en la casona que forma ángulo entre la plaza de Feijoo y el Preguntoiro, se convirtió en un oasis de erudición y liberalismo. Por algo los coetáneos la llamaban «la esquina del combate». Su titular, además de sentar cátedra en el foro de su rebotica, demostraba también innatas dotes comerciales. «Sus aptitudes para los negocios -escribe José Luis Urreiztieta en Las tertulias de rebotica en España- eran tan sobresalientes que no solamente tenía montados negocios importantes en Galicia, sino también y bastante complejos en Madrid, alcanzando su extensa red comercial hasta los países americanos, por lo menos en Lima, y con ello consiguió reunir una fortuna de cierta importancia». El autor cita también su talante generoso, siempre presto a acudir «en ayuda de los necesitados con obras de beneficencia para desvalidos y enfermos».

PRADO VUELVE A SU CELDA

En enero de 1819, Casiano de Prado salió del calabozo del Santo Oficio. Como Galileo, antes tuvo que retractarse. Al año siguiente, ya con los liberales en el poder y suprimida la Inquisición, volvió a visitar su lugar de suplicio. No pudo rescatar los versos que había grabado en las paredes del calabozo. Una mano de cal los había borrado, tal vez con el fin de preparar la celda para su último huésped: el conde de Montijo, el embozado Tío Pedro del Motín de Aranjuez.

Casiano de Prado marchó a Madrid para hacerse sabio: ingeniero de minas y geólogo, está considerado el descubridor del Paleolítico español. Suárez Freire, que ya era sabio, ocupó el pazo de la Inquisición: el edificio, ubicado en la actual plaza de Galicia hasta que la piqueta demolió la joya arquitectónica, pasó a albergar el Colegio de Farmacia. El círculo entre el estudiante de y su director se había cerrado. El colegio, con 26 alumnos a la sazón, solo duró un año en la nueva sede: tiempo escaso para disipar los horrores incrustados en aquellas paredes.