El limpiabotas «El Merlo»

MERCADOS

Embetunaba zapatos de clérigos y tunos, vendía periódicos y décimos de lotería, camelaba mujeres y las llevaba al altar, protagonizaba grescas callejeras y encabezaba manifestaciones, escribía versos y pronunciaba «elocuentes discursos». Incluso llegó a publicar su propio semanario. Cojo de nacimiento, arrastraba su «pata chula» por las ciudades gallegas y, esporádicamente, por las calles de Buenos Aires. José Antonio Fernández, alias El Merlo ?así, con artículo castellanizado y apodo vernáculo?, compostelano de padre desconocido, fue, con permiso del Cañotas, el más célebre limpiabotas de Galicia.

15 feb 2015 . Actualizado a las 05:00 h.

El singular personaje, que nació en 1865, no tiene desperdicio. Durante casi cuatro décadas, las que separan su primer matrimonio en 1889 de su muerte en 1925, ocupó más centímetros cuadrados en la prensa gallega que muchos prebostes de cuna insigne y cama mullida. El profesor Ángel I. Fernández ha recopilado, en su blog Galicia Agraria, muchas de esas huellas impresas. Yo le añado algunas más. Antes que ambos, ya en 1915, Alejandro Pérez Lugín lo incluyó en La casa de la Troya: «La única persona tranquila en la casa [de la Conga] era el viejo Cañotas, el célebre betunero, orador y filósofo que limpiaba las botas «a la moda de París y de Barcelona», según pregonaba por las calles para achicar a su odiado competidor el Merlo, que solo sabía embetunar al uso parisién».


INCORREGIBLE MUJERIEGO
Además de bruñir zapatos al estilo «parisién», el Merlo poseía destrezas que le pasaron inadvertidas al autor de la famosa novela estudiantina. Las recordaba un tal Gal y Matías en El Pueblo Gallego, a través de una quintilla de métrica perfecta:
Dice Lugín que Cañotas
era el mejor limpiabotas
¡y eso aún había que verlo!
¡Que Lugín no ha visto al Merlo
embadurnando de... votas!
No solo embadurnaba devotas: en cuanto podía, las conducía al altar para bendecir la unión. El Merlo se casó tres o cuatro veces. Tenía 24 años cuando se estrenó y la novia, una viuda con 60 tacos a cuestas, bien podría ser su abuela. La grey estudiantil dedicó a la pareja una jocosa cencerrada y un periódico le deseaba «interminable luna de miel», pero Manuela Seoane, que así se llamaba la esposa, dejó este mundo cuatro años más tarde.
Apenas un mes después del entierro, en junio de 1893, el Merlo repetía esponsales, esta vez con una «panadera talludita», en la iglesia compostelana de San Miguel dos Agros. Para evitar follones, la boda se concertó a las 6.30 de la mañana, pero fue suspendida porque, según la Gaceta de Galicia, el limpiabotas «no observó las debidas reglas de urbanidad y educación». Intervino «una alta autoridad eclesiástica» y el casamiento se reanudó por la tarde, en medio de un enjambre de chiquillos y comadres que «no dejaron hueso sano a la novia, a fuerza de pellizcos y empellones». El matrimonio tuvo que ser rescatado y conducido a su casa por cuatro policías municipales.
Cinco años después, la panadera talludita se fugó al Brasil y el Merlo, en «su pretensión de aparecer como soltero», aseguraba que allá en las Américas había fallecido. No todos lo creyeron: «Este es uno de los cucos que cantan en la mano», ironizaba el diario católico El Alcance. Lo cierto es que, una década más tarde, el limpiabotas denuncia a su cónyuge ?¿la tercera esposa o la panadera retornada??, a la que acusa de robarle dinero y amenazarlo de muerte.
Si hablamos de la misma mujer, debió haber reconciliación, porque, después de tomar las aguas en Cuntis, en el verano de 1913, el Merlo entrega a los diarios compostelanos un «escrito de su puño y letra», en el que figuran versos de este calibre:
Si la pata maliciosa
llegó a encontrar mejoría
únase Merlo a su esposa
pues no hay mejor lotería
que una dieta deliciosa
con mujer y compañía.
Más documentado está el último enlace ?«terceras nupcias», dice la prensa? del personaje. En junio de 1920, ya con 55 años, el Merlo contrae matrimonio con Ramona Mosquera, una vecina del Sar. En esta ocasión, ha elegido una novia más joven para su múltiple viudedad. Su nueva esposa tiene 40 años.


LOS VUELOS DEL MIRLO
El Merlo cobraba 15 céntimos por lustrar un par de botas, pero no tardó en lanzar una atractiva oferta comercial a sus clientes: por una cuota mensual de 1,25 pesetas prestaba servicio a domicilio. Y complementaba sus ingresos con la distribución de lotería y la venta de periódicos. Habituado a sobrevivir en la vía pública, pícaro y bufón imbuido de la sabiduría de los desharrapados, a veces dio con sus huesos en el calabozo. Otras muchas fueron sus agresores quienes acabaron en la falcona.
Por temporadas, el Mirlo abandonaba su nido compostelano y levantaba el vuelo. Arropado por la tuna universitaria o como ave solitaria, viajó por toda Galicia y extendió su fama. Pensó en establecerse en Vigo ?«ejercerá su industria en aquella ciudad», lo despedía un periódico? y allí, antes de replegarse a su ciudad natal, fundó un periódico, del que era «director, administrador, conspirador, redactor y propietario». El Merlo de manos ennegrecidas por el betún lo tituló, ingeniosamente, El Merlo Blanco. «El citado semanario es guasa pura», dijo Eco de Galicia. Seguro que el Merlo no era Dickens, que de niño trabajó en una fábrica de betún, pero yo sueño con recuperar alguno de aquellos ejemplares.
En noviembre de 1907, el Merlo emprendió su vuelo de más largo alcance. De la despedida se encargó La Correspondencia Gallega: «El limpiabotas callejero que ha recorrido Galicia entera con su establecimiento al hombro como caracol industrial se ha ido a Buenos Aires». El periódico pontevedrés, que da cuenta de la ferviente acogida que le dispensó la colonia gallega al nuevo emigrante, titula la noticia con cierta mofa: «El futuro capitalista». Pero el Merlo no hizo las Américas y, transcurridos dos años, en cuanto se le agravó la saudade, decidió regresar al terruño.
La fortuna rozó sus alas a la vuelta, pero el Merlo no consiguió atraparla. El limpiabotas repartió en Santiago décimos del número 26.970, premiado con el gordo de la Lotería en el sorteo celebrado el 20 de agosto de 1912. El premio ascendía a 150.000 pesetas de la época: tres mil duros por cada décimo. En medio de las celebraciones, algún vecino se lamentaba por no haber hecho caso al «cargante» vendedor de aquellos «papelitos». Y recordaba la muletilla que, invariablemente, utilizaba el Merlo cuando no lograba colocar un décimo:
?¡Mire que lle vai pesar!.
También le «pesó» al vendedor: no conservaba ningún décimo.
José Antonio Fernández, apodado El Merlo, falleció en junio de 1925 en el entonces Hospital de Caridad de Ferrol. Tenía 60 años de edad y los había consumido a salto de mata.