Una saga de pulpeiros do Carballiño a las Canarias

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Roberto Díaz y Cuqui Rey forman parte de una familia con larga trayectoria y con tradición en las fiestas lucenses

13 oct 2015 . Actualizado a las 08:52 h.

Roberto Díaz Vila y su esposa Cuqui Rey García forman parte de una saga de pulperos que aunque con ellos finaliza en la tercera generación, pues sus hijos han optado por otras profesiones, si tiene continuidad en uno de los primos de Roberto que es, además, su ahijado.

A comienzos del pasado siglo, la abuela de Roberto se vino de la aldea de Arcos, en O Carballiño, para Lugo, en donde se instaló con un puesto de pulpo que mantenía abierto todo el año en A Mosqueira. Además, los días de mercado portaba sobre la cabeza un pequeño caldero con agua caliente y pulpo que llevaba hasta la Plaza de Abastos para despachar allí raciones entre feriantes y compradores.

«La abuela -recuerda Roberto- se casó y se quedó a vivir en Lugo. Mi madre, Manola, como era conocida por los lucenses y que era la segunda de los hijos, tuvo que ayudarla desde que era pequeña y con una mula, recorrían las ferias de una gran parte de la provincia. Con la edad, mi madre se independizó y se casó con mi padre que era militar y al jubilarse este, lo puso también de pulpero y esto sí que resultaba curioso porque mi padre era canario. Creo que fue el primer pulpero de Las Canarias en Lugo».

Un trabajo muy duro

De sus recuerdos de infancia y de lo que ha escuchado a su familia, destaca que por aquellos años el trabajo de pulpera era muy duro porque había que ir a buscar el pulpo a la estación y subirlo en un carretillo y cuando se acudía a las ferias, tenían que ir hasta los garajes de la empresa Montaña, que era la que hacía las viajes, llevando a mano el caldero, el pulpo que se iba a cocer y el resto de pertrechos.

«Yo empecé muy pronto a ir a las ferias ?explica Roberto-, ya desde pequeño porque según contaba mi madre, me tenía que atar al caldero para que no me escapase por la feria, cosa que hice más de una vez con el disgusto de mis padres. A los 13 años ya empecé a ir a las ferias en serio y a algunas ya iba solo como cuando, en el año 1957, me fui a vender pulpo a Madrid a una fiesta que organizaban los gallegos allí residentes y que duraba cinco días. Me pagaron un sueldo exagerado ya que me daban 300 pesetas diarias. Cuando me monté en el tren de vuelta, metí un dedo en el bolsillo pequeño del pantalón, donde llevaba las 1.500 pesetas que había ganado, y no lo saqué hasta que llegué a Lugo».

Al casarse, Roberto Díaz implicó a su esposa como pulpera y ambos acudían a las ferias, en ocasiones también con Manola, su madre, aunque cada uno con su puesto. «Salíamos de Lugo -recuerda ahora Cuqui Rey- a las cinco de la mañana porque a las siete había que empezar a preparar todo ya que a las ocho se empezaba a despachar las raciones y así hasta las cuatro de la tarde. Lo más trabajoso era colocar los toldos y buscar agua en el río para cocer, además de las horas que se empleaban en despachar los platos de pulpo».

El congelado, un descanso

La llegada del pulpo congelado fue un descanso porque se eliminó la tarea de lavarlo y tenderlo para que no pudriese, con lo que se ahorraba mucho trabajo.

Roberto calcula que se vendían 60 toneladas de cefalópodo al año, por lo que le resulta difícil calcular el pulpo que vendió a lo largo de su vida hasta la jubilación.

«Recuerdo -comenta Roberto Díaz- que en el año 1952 se ponían en las fiestas de San Froilán 20 calderos de pulperos, después bajaría a nueve y en el año 1973 ya estábamos solamente cuatro, casi como ahora».

La saga familiar se interrumpe con este matrimonio aunque continúa con su sobrino y ahijado, Roberto Vila que mantiene, en cuarta generación ya, la tradición familiar.

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