En cuántas ocasiones hemos afirmado que una obra cinematográfica excelsa suele venir acompañada del pesimismo como paño de fondo o, como mínimo, implicar un final trágico. En cuántas manifestaciones culturales profundas el que COMPRENDE es quien llora, pero no con el llanto del egoísmo amargado sino del discurrir natural y contundente (hilarante en lo que se nos permite) del agua, hablando de saltos de río o de entrantes marinos?
Arnold Böcklin representaba con estilo misterioso y deslumbrante el lugar del cual no se regresa, en forma de isla rocosa habitada por ruinas neoclásicas y altos cipreses, imagen redonda para lo recóndito e inaccesible del silencio absoluto. Pero he aquí a Roberto González, he aquí su metarrealidad sobre lienzo, presidida en este caso por la Cápsula del tiempo y excesiva otrora, tal vez, en el distanciamiento que conlleva alguna línea de perfección. Aquella que susurrando o elevando la voz, pero manifestándosenos, como toda obra de arte que merezca tal nombre, nos devuelve al corazón de las cosas, a la esencia del todo, a Kokoro, a la sensibilidad extrema de los iluminados o a «Lo bello y lo triste» de la existencia consciente.
Boecklias y el tiempo hace puerto de las «Vírgenes descuidadas», de los homenajes a los que nos abandonan contra su voluntad; parada en «Arriazas» (rocas que transitan el ahora y el más allá nuestro y del mar), alto en «Agresiones»; yo en los otros, los otros en mí, conocerse y saber. La muestra posee la belleza eterna de la sonrisa doliente. Es el sonido abrumador de la gran ola. Silencio con T.
Boecklias y el tiempo, de Roberto González, hasta el 21 de abril en la galería Clérigos.