Vida y poesía

José Antonio Ponte Far VIÉNDOLAS PASAR

FERROL

26 feb 2017 . Actualizado a las 05:00 h.

El pasado día 22 se cumplieron 78 años de la muerte de Antonio Machado. Fue en Colliure, un pequeño pueblo del sur de Francia, adonde había llegado hacía escasamente un mes, ya mortalmente enfermo, acompañado por su madre anciana y su hermano menor, José: una patética comitiva familiar en medio de la gran marea de fugitivos españoles que cruzaron la frontera francesa huyendo del ejército de Franco, sufriendo las penalidades del rigor del invierno y las vejaciones de los gendarmes franceses. Como lector, me acuerdo muchas veces en mi vida diaria de Antonio Machado y de su profunda poesía, así como de su personal testimonio de ética ciudadana. Pero este año viví su aniversario con más proximidad porque ese día, casualmente, me encontraba con parte de mi familia en Sevilla, su ciudad de nacimiento. Y nos acercamos hasta el palacio de Las Dueñas, en una de cuyas casas circundantes, nació el poeta un día de julio de 1875. Ahí, como reza la placa que cuelga en el lugar, fue donde «conoció la luz, el huerto claro, la fuente y el limonero». Machado vivió en Sevilla solo los primeros ocho años, quizá los únicos en que fue realmente feliz y alegre, antes de que la rudeza de alguna gente y de la historia de España acabase convirtiéndolo en un hombre viejo y cansado mucho antes de que, por edad, lo fuese. Cuando muere, aún no había cumplido 64 años y sin embargo, el peso de este país por el que tanto se desveló, lo había convertido en un viejo desolado, con el desconcierto instalado en la mirada ya desde muchos años antes.

 En un libro titulado Últimas soledades del poeta Antonio Machado podemos conocer sus últimos momentos. Fue escrito por su hermano José de una manera sencilla, pues no era escritor, pero desde el cariño que siente por el poeta y con el dolor que le produce verlo en esa situación de desamparo. Un final demasiado injusto para un hombre tan entero y tan noble en su vida personal, y tan enaltecido por su categoría poética. Porque Antonio Machado fue un hombre gris, en su cátedra de institutos provincianos, alejado de toda pompa literaria por voluntad propia, pero de un gran talento poético, sin duda uno de los más grandes de las letras españolas. Esa sencillez y normalidad de ciudadano de a pie, no le impidió comprometerse con la lucha por el progreso, la libertad y los derechos humanos ya desde muy joven, desde sus tiempos de alumno de la Institución Libre de Enseñanza, con profesores como Giner de los Ríos y Joaquín Costa, y compañeros como Julián Besteiro. Hombre austero y reflexivo, antes de morir le hizo a su hermano José, según este cuenta, dos encargos: que cuidase de la madre de ambos, también enferma (murió tres días después del poeta) y que evitase cualquier tipo de solemnidad en su entierro. Y así fue: José se opuso a que Antonio fuese enterrado solemnemente en París, como pedían algunos hispanistas que conocían su enorme obra poética y ensayística. Lo enterraron los suyos, en una ceremonia acorde con su talante: el féretro, a hombros de cuatro milicianos mal uniformados, y cubierto por una bandera tricolor, que dos meses más tarde ya dejaría de ser la de su país. La cultura liberal española enterró ese día en tierras francesas a uno de sus grandes representantes.

Y yo, ante su placa sevillana, le agradecí en silencio que me haya ayudado a entender muy pronto lo que es la buena y verdadera poesía.