Contra vulgaridad, poesía

maxi olariaga MAXIMALIA 

BARBANZA

MATALOBOS

22 may 2016 . Actualizado a las 05:00 h.

Así comienza uno de los poemas emblemáticos de Avilés de Taramancos: «Hai que romper, romper, romper!» Avilés vio venir el cometa encendido con el fuego del mal, incendiando las nubes y abrasando los corazones. Los poetas son siempre los adelantados de la historia. Llevan en su brazo izquierdo el estandarte de la libertad y en su brazo derecho la pluma ahogada en la sangre derramada por los justos a manos de la vileza asesina. Como a todos los profetas nuestra vulgaridad los aparta y, avergonzándose de ellos, los condena a vivir extramuros para que no contaminen con la verdad la molicie, la pereza y la desidia de las almas vacías. Los poetas gritan, anuncian la tormenta y, mientras pueden, detienen los rayos y acallan los truenos. Pero somos tercos, arrogantes y presuntuosos, y cada mañana nos bañamos en agua de soberbia para que el espinazo, inclinándose, no se someta a la verdad de los versos. Si, es cierto, nos avergonzamos de los poetas -¡tan grande es nuestra ignorancia!- y procuramos mantenerlos apartados de nuestros mundos de colorines y monedas falsas.

Unos a otros nos pagamos con esas monedas creyéndonos los reyes de la astucia y no caemos en la cuenta de que el oro virgen está en poder de los dueños de este mundo que se ríen de nuestras cuitas y disputas, mientras aquí y allá derraman la sangre de los mártires tal y como nos advirtieron los poetas.

«Hai que romper, romper, romper!» clamaba Avilés desde la penumbra que lo envolvía sentado al lado de la ventana de su taberna medieval. Y los versos rebotaban en el techo y salían desaforados a la calle anunciando la buena nueva de soportal en soportal y de campana en campana. Pero nosotros, pasábamos indiferentes ante su puerta sin percibir siquiera el eco doliente de su poema. Puede que el poeta sea un dios menor, pero es el dios más cercano que tenemos y al que podemos acudir, leyendo sus versos, en busca de consuelo y paz en medio del cenagal corrompido en el que nadamos hasta la extenuación.

Miguel Hernández, al otro lado de la mar, en el Mediterráneo, escribía: «Umbrío por la pena, casi bruno/ porque la pena tizna cuando estalla/ donde yo no me hallo no se halla/ hombre más apenado que ninguno». Pero tampoco hicimos caso del poeta. La guerra, nuestra guerra civil, todavía hoy, setenta y siete años después, reivindica su injusticia y pretende enterrar a sus muertos a pesar de la oposición activa de los amos. Ahora que naufragamos y comenzamos a sentir esa pena de la que hablaba Miguel Hernández, ahora que somos viejos y hemos perdido la fuerza y la osadía, el cielo se nubla y no vemos la puerta de salida, una salida honorable que nos permita dejar este mundo, limpios como un verso. Tal vez aún no sea tarde y tengamos la oportunidad de buscar y hallar a los hombres y mujeres que conservan el corazón de la poesía.

Deberíamos acudir allá donde habiten y dejarnos acariciar por sus besos de ángel. Acaso, de ese modo, podríamos salvar la piel amarga que tapizó nuestras vidas. Hay que viajar a su país y a su clima. Jorge Guillén, poeta, decía de García Lorca: «Cuando está Federico, no hace ni frío ni calor. Hace Federico». Esa es la clave. Estamos a tiempo de romper, romper, romper y volar como golondrinas a refugiarnos bajo el florido balcón de los poetas.