«Murieron todos, también los niños»

Juan Capeáns / Carlos Ponce LA VOZ EN PEDRÓGÃO GRANDE

INTERNACIONAL

Marcos Míguez

Un tramo fatídico de un kilómetro que lleva a la aldea de Pobrais fue la tumba para al menos once víctimas del incendio de Pedrógão Grande

19 jun 2017 . Actualizado a las 08:34 h.

Las cenizas dan seguridad. Todo lo que está negro y arrasado no vuelve a arder. El peligro son los cables de electricidad derretidos por las carreteras, los árboles cruzados, las bocanadas de humo que dejan sin aliento. Doce horas más tarde, el viento es una brisa que hasta se agradece, nada que ver con lo que ocurrió por la noche, cuando sopló con una intensidad extrema y extendió las llamas por casi todo el Pedrógão Grande. Los montes quedaron arrasados y las casas seguían en pie, pero ya no estaban rodeados de la llamas y el humo que provocaron el pavor en los habitantes de Nodeirinho, Barraca de Boavista y Pobrais. Las tres localidades están conectadas por pistas en las que van apareciendo salpicados coches irreconocibles.

Los supervivientes seguían las evoluciones de los helicópteros y los camiones con la mirada perdida, sin ser conscientes de lo que había pasado y preguntándose por qué los servicios de emergencias portugueses tardaron tanto en llegar. Y a muchas de estas aldeas ni siquiera llegaron. Fueron los propios vecinos, asistidos en algún caso por efectivos de Protección Civil, los que lucharon sin cesar para salvar lo poco que les quedaba.

«¿Son ustedes los de la electricidad?», preguntaban a los periodistas que se acercaban para recoger sus testimonios. Como si las pequeñas cuestiones domésticas se antepusieron a la cruda realidad, y es que todos los vecinos habían perdido a algún familiar o ser querido en la tragedia.

«Lo hemos perdido todo y nadie vino a ayudarnos»

Anabela Estévez y sus hijos viven en una de las aldeas más castigadas, Barraca de Boavista. Fue de las pocas personas que no cuentan bajas entre los suyos de sangre. Pero el fuego se llevó por delante todo lo demás. Su casa, sus fincas, el resto de sus propiedades, sus animales... «Lo hemos perdido todo y nadie vino a ayudarnos», asegura con la voz quebrada. Cuando empezó el incendio y vieron que podían estar en peligro, se encerraron en la bodega de su casa, situada bajo tierra. Esta decisión, improvisada, les salvó la vida. Si hubiesen intentado huir en su coche, probablemente no lo habrían contado. Anabela relata atemorizada cómo la familia que vivía en la casa de al lado intentó escapar y el resultado fue trágico. «Murieron todos, también los niños».

En Nodeirinho, otra aldea cercana, murieron 10 personas, y la cifra puede aumentar en las próximas horas porque hay varios desaparecidos. «En algunos casos no sabemos si se fueron de fin de semana o se han quedado atrapados», comenta un policía judicial que a las seis de la tarde llevaba cincuenta levantamientos de cadáveres. «Y quedan más», decía. El terror era evidente en la cara de todos los supervivientes. Ninguno se creía que el fuego hubiese acabado y que por fin estaban a salvo.

El mismo sábado por la noche, cuando vieron que las llamas llegaban a su casa, Paulo Silva, su mujer y su hijo se metieron en el antiguo lavadero que tienen en la terraza y que estaba lleno de agua. Los tres estuvieron allí metidos hasta que la intensidad del fuego disminuyó. «Tuvimos que hacer de bomberos», recuerda el padre de familia, que se lamenta de que la policía no llegase hasta el día siguiente. En el fuego perdió a uno de sus primos, que también vive en Nodeirinho. Como muchos otros, trató de huir con el coche, con idéntico resultado. Antes de salir de la aldea, una aglomeración de vehículos, de gente que intentó escapar, provocó el fatal desenlace. El fuego no les dejó escapatoria. «No le dio tiempo a huir», recuerda sobre su primo Rodrigo Silva, hijo de Paulo.

Los relatos del horror eran desbordantes. Y la entereza de los afectados, también. Cuando regresaba andando a casa, Vítor Neves vio cómo su esposa intentaba huir en su coche. Tampoco lo consiguió. «Murieron todos, todos». Él es guardabosques. Con una dignidad imposible de describir, se fue directamente a trabajar a lo poco que quedaba de monte, quizás desconectado completamente de la realidad.