Una dama de hierro curtida bajo el ojo público

Rosa Paíno
Rosa Paíno REDACCIÓN / LA VOZ

INTERNACIONAL

Pilar Canicoba

Su imagen de ambiciosa la ha perseguido desde sus tiempos de primera dama, pero su tensón y bagaje político son innegables

08 nov 2016 . Actualizado a las 15:35 h.

Hillary Clinton puede convertirse en la primera mujer presidenta de Estados Unidos y también en uno de los políticos más impopulares en pisar la Casa Blanca. Durante tres décadas bajo el ojo público -primero como la mujer del gobernador de Arkansas, después como la del presidente y luego como senadora y jefa de la diplomacia-, de ella se ha dicho de todo y casi nada bonito. Se la ha tachado de arrogante, ambiciosa, intrigante, corrupta y controladora.

Fue una de las primeras damas más criticadas. Se le reprochó su insistencia en inmiscuirse en política en vez de concentrarse en presidir actos benéficos y ser icono del buen vestir, como era preceptivo en las consortes del comandante en jefe desde Jackie Kennedy. Pocas mujeres le perdonaron que se comiera su orgullo y siguiera apoyando a Bill Clinton en el escándalo de la becaria Monica Lewinsky. Quizás por su ambición política. Sus ocho años en la Casa Blanca le sirvieron para curtirse y fraguar su figura de dama de hierro a imagen y semejanza de Angela Merkel, el líder extranjero que más admira. Intentó dulcificar su imagen presentándose en el inicio de la campaña a las primarias como «esposa, madre y abuela» y buscar el contacto directo con los electores. Ignoraba por aquel entonces el acoso que le impondría el misógino Trump: con su coletilla «Hillary la Deshonesta» incrustada en sus tuits. Pero ni sus detractores pueden negar que es un animal político. Inteligente, trabajadora, tenaz, luchadora e irreductible ante las derrotas.

Desde muy pequeña Hillary Diane Rodham, hija de un tendero descendiente de galeses instalados en Chicago, se vio atraída por la política. En su biografía reza que con solo 13 años ayudó en el escrutinio de los votos en el distrito de South Side. En los tumultuosos 70, sus cuatro años en la Universidad de Yale le abrieron los ojos en temas como la lucha por los derechos civiles. Allí hizo sus pinitos como activista y conoció a Bill Clinton. Ambicioso como ella, se convirtieron en el tándem perfecto y juntos planearon su carrera política. Muchos son los convencidos de que Bill nunca habría conseguido ser presidente de no haber contado con ella.

En sus años en la Casa Blanca (1993- 2001) tuvo su propio despacho, bautizado como Hillaryland, y equipo. Allí se fraguó su fallida reforma del sistema de salud, precedente del Obamacare. Tras convertirse en ex primera dama, siguió en política como senadora por Nueva York. Su paseo con el alcalde Rudy Giuliani por la zona cero el día después del 11S marcó su polémico apoyo al Patriot Act de Bush y a la invasión de Irak, una mancha que oscureció sus cientos de medidas sobre ciencia, salud y educación en la Cámara legislativa del estado.

Siempre con la vista puesta en el despacho oval, ni la amarga derrota en las primarias del 2008 frente a Barack Obama le hicieron retroceder. El primer presidente negro premió su tesón con el cargo de secretaria de Estado. En sus cuatro años como jefa de la diplomacia visitó 112 países y recorrió más de un millón de kilómetros. Si alguien conoce los entresijos de las relaciones internacionales es ella. Pero su esfuerzo está empañado por el atentado al consulado de Bengasi y la utilización irresponsable del correo electrónico de su departamento.

Ya como candidata se la ha acusado de falta de transparencia, de mezclar negocios con política y de pertenecer a la odiada élite política de Washington. Ha vendido caro su afán de dejar huella en la política. Pero la dama de hierro demócrata está dispuesta ha hacer historia si se lo permiten los votantes.