El siniestro total de los sondeos

Leoncio González

INTERNACIONAL

09 may 2015 . Actualizado a las 05:00 h.

¿Miente la gente cuando le preguntan? ¿Oculta lo que de verdad piensa porque le da vergüenza decirlo o cambia de opinión después de responder? ¿Existe un problema con las técnicas de medición demoscópicas porque no se han refinado con la misma rapidez con que se transforma la sociedad? ¿O están perdiendo la capacidad para calibrar las corrientes electorales porque la exigencia de rentabilidad obliga a las empresas de sondeos a restringir las muestras en exceso?

Pasó en Israel hace unas semanas y ha vuelto a ocurrir en el Reino Unido ahora. Las encuestas fueron las primeras derrotadas las noches del recuento. Allí fabricaron una alternancia que se vino abajo tan pronto como se cerraron las urnas y aquí crearon un empate que no podía ser más reñido mientras que, en realidad, se fraguaba una mayoría absoluta. Se mire como se mire, es un Waterloo prospectivo, un siniestro total.

Menospreciar la fuerza de los conservadores y erigir, en su lugar, el espejismo de una escalada laborista que solo existía en las predicciones es comparable a sostener que un coche va marcha atrás cuando lo que ocurre es que circula en quinta a toda velocidad. Supone un mazazo para la fiabilidad de los sondeos y obliga a dejar de considerarlos la verdad revelada.

Tan grave como el error en sí es la escala con que se produjo, esa llamativa unanimidad. ¿Cómo se come que ni una sola firma encuestadora se desviase un milímetro de la tesis del empate entre tories y conservadores? Hay varias explicaciones en el mercado. Una es la teoría del rebaño, según la cual las empresas de opinión cocinan los resultados brutos para adaptarlos a una media general del sector de la que no se alejan por temor a quedar señaladas si equivocan la puntería. Cabe también la posibilidad de que hayan creado con sus pronósticos un escenario virtual que asustó a parte del electorado y que, en el último minuto, lo empujó a decantarse por una opción distinta a la que tenía en mente hasta ese momento.

Pero no debe descartarse que, simplemente, no hicieran bien su trabajo. Como pasó con la crisis financiera, con la que en apariencia nadie contaba y que en realidad había sido anticipada por numerosos observadores, empieza a descubrirse que algunos encuestadores advirtieron la existencia de un grupo de votantes laboristas que dijeron preferir a Cameron como primer ministro en lugar de a Miliband. No parecían demasiados y se desdeñó el dato. Pero, dada la peculiar naturaleza del sistema electoral británico, un factor tan nimio como ese es un buen punto de partida para explicar el posterior descalabro.

El cuadro, de todos modos, quedaría in completo sin una mención a los medios y su tendencia creciente a contar las campañas electorales sin poner la necesaria distancia periodística con los dibujos que le presentan las encuestas. En un lógico deseo de anticipación, se ha ido formando una especie de bucle, o si se prefiere un acoplamiento, que desplaza el interés desde lo que hacen, han hecho y prometen hacer los actores de la contienda a lo que se supone que desean los electores. La lección británica indica que plegarse a los sondeos como si fueran dogma de fe impide a los medios descubrir qué pasa.