Un archipiélago de milicias

INTERNACIONAL

29 jul 2014 . Actualizado a las 07:00 h.

Baste decir que Libia, con una población de poco más que el doble de la de Galicia, cuenta con no menos de 1.700 grupos armados que combaten entre sí y compiten por el poder. Las milicias más importantes, como la de Zintán y la de Misrata, que se enfrentan estos días en Trípoli junto con sus aliados, cuentan con miles, incluso decenas de miles, de combatientes y centenares de carros de combate y armas antiaéreas. Existe algún elemento ideológico en este archipiélago de grupos armados, pero a menudo resulta más engañoso que clarificador. Hay milicias abiertamente yihadistas como Ansar as-Sharia, que controla Bengasi en el este, pero se pueden encontrar islamistas más o menos radicales en casi todos los otros grupos. Las verdaderas lealtades son locales o tribales: los de Misrata quieren preservar su puerto petrolero para ellos solos, los de las montañas de Zintán se han hecho con el aeropuerto y, si los islamistas de Ansar al-Sharia tienen más fuerza en Bengasi más que nada es porque se trata de una región más tradicional.

Tampoco se puede decir que sean enfrentamientos entre rebeldes y fuerzas gubernamentales, porque casi todos están asociados, de una manera u otra, al Estado. O a lo que pasa por el Estado en Libia, y que en realidad es un botín a repartir. Los grupos que se enfrentan ahora mismo en Trípoli cobran todos del Ministerio de Interior. Por ejemplo, en octubre el primer ministro fue secuestrado brevemente por islamistas moderados y fuerzas de la unidad anticrimen, un cuerpo de policía que abrió tienda por su cuenta y se ha convertido en una milicia. Lo mismo hizo la estatal Guardia de las Instalaciones de Petróleo, que prefirió darles un sentido ligeramente diferente a su nombre y a su cometido y administrar el oro negro a su antojo.

El caos es absoluto, el Gobierno es irrelevante, las instituciones no existen más que sobre el papel. Y como en política exterior nunca se escarmienta, las cancillerías occidentales empiezan a sentir la tentación de apoyar el ascenso de un nuevo hombre fuerte en la figura del general Jalifa Haftar, que en mayo se insubordinó con parte del Ejército y hace una guerra selectiva contra algunas milicias, las que más inquietan a Occidente. De momento el apoyo es dubitativo, en parte porque Europa desconfía de las conexiones demasiado norteamericanas de Haftar (lo formó la CIA) y en parte porque es dudoso que gane. Y en parte también, quizás, porque la ironía es demasiado cruel: que al final todo lo que se ha hecho sirva para que un nuevo Gadafi quede al mando.