John Fitzgerald Kennedy: El legado de Camelot

Miguel A. Murado

INTERNACIONAL

21 nov 2013 . Actualizado a las 12:04 h.

Para cuando murió en Dallas, John Fitzgerald Kennedy había recibido ya la Extremaunción. Hasta cuatro veces a lo largo de su vida. Desde niño padecía la enfermedad de Addison, y dolores y fiebres recurrentes. Ya presidente, podía pasarse medio día en la cama, inyectándose novocaína. Su mala salud, y no sus infidelidades que ahora tanto fascinan, fue su gran secreto. Es curioso, porque hoy ese sufrimiento habría despertado simpatía. Sin embargo, en los años sesenta, la década de la autoindulgencia, Kennedy sabía que tenía que disimularlo como fuera con una reputación ficticia de deportista. Era consciente de que el oficio de presidente exige una imagen perfecta. Su logro fue llevar a la perfección esa ficción de la perfección.

La ironía es que parecer un gran presidente no le dejó a Kennedy tiempo para serlo. A su mitificación exagerada ha seguido una desmitificación quizás demasiado demoledora, pero lo cierto es que sus mil días en el gobierno fueron objetivamente pobres en resultados. Su legado en política exterior es contradictorio. Es verdad que su oratoria creó una atmósfera cultural de deshielo con la URSS, pero su política real fue indistinguible de la de otros presidentes de la Guerra Fría. Asumió sin dificultad un plan previo para la invasión de Cuba, lo que condujo al desastre de Bahía Cochinos, que a su vez condujo a la crisis de los misiles, en la que si se evitó una catástrofe planetaria fue tanto o más gracias a la flexibilidad de Khrushev que a la firmeza de Kennedy. Fue Kennedy quien envió al ejército norteamericano a Vietnam aunque, para ser justos, no podía saber lo que nosotros sabemos lo que ocurrió luego.

La política interna apenas le interesaba, y la yuxtaposición de su leyenda con la de Martin Luther King es uno de esos efectos ópticos con los que nos engaña la memoria. Kennedy consideró, pero aparcó pronto, su legislación sobre derechos civiles. Sus incondicionales quieren creer que la habría impulsado otra vez de obtener un segundo mandato, pero nada permite suponerlo. Es a su sucesor, el más conservador pero más eficaz Johnson, a quien corresponde ese mérito. La estatura mítica de Kennedy depende de esa clase de malentendidos.

Jackie Kennedy lo comprendió perfectamente. Después del magnicidio se negó a quitarse el vestido ensangrentado para sugerir la idea de martirio. Cuando se enteró de que el único sospechoso se declaraba comunista no pudo evitar su decepción: «Ni siquiera le han dado la satisfacción -dijo- de morir por los derechos civiles». Pero entonces tuvo un golpe de genialidad. Exigió a Life que le hiciese una entrevista. Insistió sobre todo en que citasen unos versos de Camelot, el musical de Broadway que presentaba a un idealista rey Arturo en un mundo de caballeros y damas elegantes: «Que nunca se olvide / que hubo un lugar / en un breve y resplandeciente momento / que se llamó Camelot». Desde entonces, esa palabra mágica ha quedado asociada a aquella presidencia decepcionante y breve, pero resplandeciente. Ella sabía que el glamur era el verdadero legado.