Melania Trump, al desnudo

M.V.

GENTE

La eslovena es todo exageración: desde sus excéntricas declaraciones hasta su milimétricamente estudiada imagen de esposa y madre abnegada

11 nov 2016 . Actualizado a las 14:54 h.

Melania Trump hizo en una ocasión, durante una entrevista radiofónica, un ejercicio de sinceridad sobre la frecuencia y la calidad de sus relaciones sexuales con Donald Trump. «Tenemos sexo increíble al menos una vez al día», reconoció sin tapujos la nueva inquilina de la Casa Blanca. Cuesta imaginar esta provocativa declaración en boca de sus predecesoras. Nada tiene que ver la eslovena con ellas, a pesar de su empeño en hacernos creer que será una primera dama al estilo Betty Ford o Jackie. Tendrá que esforzarse si quiere realmente parecerse a la osada y luchadora mujer que asumió el cargo de esposa del presidente de los EE.UU. desde 1974 hasta 1977. O a la astuta e implacable acompañante de Kennedy. Pero ganas no le faltan.

A pesar de haber posado desnuda sobre una manta de piel a bordo de un jet privado, de haberlo hecho con la muñeca izquierda esposada a un misterioso maletín y también sin ninguno de los anteriores complementos, abrazada por otra mujer, Melanija Knavs ha ido moldeando posteriormente con disciplina su conducta de camino al podio. Entrenó su discreción y su tono de voz, se aplicó en sus apariciones públicas y se volcó con las causas benéficas. Profeta del rol femenino tradicional, la impecable esposa de Donald Trump aprovecha la mínima ocasión para presentarse como una mujer tradicional, una madre abnegada, a tiempo completo, que ha convertido la educación de su hijo Barron, de diez años, en su prioridad en la vida.

Es Melania un personaje opaco, difícil de predecir. Durante la campaña electoral supo mantenerse en un discreto segundo plano, un punto de apoyo que solamente perdió el equilbrio cuando fue acusada de plagiar el discurso de Michelle Obama. Todos los focos dejaron entonces de apuntar al tupé de su marido para reorientarse hacia su inalterable rictus; sus pómulos altos y prominentes, sus ojos entrecerrados.

La esbelta eslovena decidió ahí dar un paso a un lado, esconderse durante un tiempo. Redujo al mínimo sus apariciones públicas y cedió todo el protagonismo a unas frases que Trump fue convirtiendo en célebres y a la hija del primer matrimonio del magnate, Ivanka. Todo apunta a que su papel como primera dama supondrá un retorno al modelo clásico, hogareño y sumiso. Lejos de la hiperactividad de Hillary Clinton y de la visibilidad de Michelle Obama. Comulgando con el discurso de su compañero de alcolba. Pero, ¿de dónde viene Melania?

Nació en una pequeña localidad de Sevnica, en los tiempos en los que Eslovenia formaba parte de Yugoslavia. Su padre era miembro del Partido Comunista; su madre, recolectora de cebollas primero y trabajadora textil después. Debutó como modelo a los 16 años, ante el objetivo del fotógrafo Stane Jerko; dejó sus estudios de Arquitectura y Diseño, y, como si siguiese el guion de una película, se olvidó de los bloques de edificios de hormigón y se trasladó a Milán. En 1996 se mudó a Manhattan. Dos años más tarde, durante la Semana de la Moda de Nueva York, asistió a una fiesta en el exclusivo Kit Kat Club. Allí se topó con Donald Trump. Él se enamoró perdidamente de ella.

El magnate, que había acudido a la cita acompañado, esperó a quedarse solo y abordó sin rodeos a Melania, que se negó a darle su número de teléfono. Se casaron siete años después. La ceremonia se celebró en Mar-a-Lago, la mansión de 118 habitaciones que Trump posee en Palm Beach (Florida). Ella, con un vestido de Galliano de más de cien mil dólares. La humildad se había acabado.

Pero ella, tozudamente, siguió (y sigue) empecinada en defender que el suyo es un papel discreto, a pesar de vivir en una casa en la Quinta Avenida barnizada en mármol y en oro. A pesar de ese cegador carrito de bebé. A pesar de su rostro, escrupulosamente tallado. Porque al final Melania es, como si de un chiste se tratase, mucho de lo que Trump reniega: la esposa inmigrante del hombre que no quiere extranjeros en su país; la defensora feroz de las víctimas del ciberacoso, compañera de vida de un señor que tiene como hobby avasallar a la gente a golpe de envenenados tuits; la niña «humilde» que acabó en la Casa Blanca.

Pasa que la eslovena ha aprendido a hacer la vista gorda. A buscar los matices: cuando la conversación de vestuario de su marido despertó a medio mundo desde las portadas de los periódicos, Melania escarbó y encontró disculpa. Una charla jocosa, masculina, sacada de contexto, dijo. Si el tema de la inmigración sale en la conversación, ella enarbola orgullosa su permiso de trabajo legal, a pesar de que la agencia Associated Press reveló que la modelo había cobrado 20.000 dólares por diez trabajos antes de conseguirlo. 

Tiene su propia marca de joyas y su línea de productos faciales. Obliga a sus invitados a quitarse los zapatos cuando visitan su casa neoyorkina para no estropear sus suelos. Y sostiene que en su matrimonio, cada uno tiene claros sus roles: «No quise que él le cambiase los pañales a Barron ni que lo metiese en la cama». Él ya tiene bastante con dirigir un país.