Abolida la fraternidad en Galicia

M. Blanco Desar ECONOMISTA, EXPERTO EN DEMOGRAFÍA

GALICIA

25 ene 2016 . Actualizado a las 05:00 h.

De frater, fraternidad. Tal vez suene el significado pero se ignore la experiencia fraterna. Una sociedad sin hermanos teoriza sobre la hermandad. Como en Galicia cada vez hay menos niños y, entre ellos, abundan los hijos únicos, no estaría mal recordarlo en los colegios al explicar qué fueron los irmandiños, las irmandades da fala o cómo nacieron las confrarías. Ya de paso se podría recordar que de pater, patria. Como matria -nuestra matria galaica- procederá de mater, y hasta que el revolucionario concepto de nación bebe de la comunidad donde nacen niños que suceden a los difuntos. El lenguaje moldea el pensamiento. Por eso Orwell denigró el newspeak, la neolengua, que tanto se propaga ahora. Liberté, égalité, ... solidarité. ¿Solidarité? ¿Era así? No, era fraternité. La solidaridad se relaciona con la responsabilidad patrimonial. Por eso el diccionario la define como una obligación in solidum, y luego como una «adhesión circunstancial a la causa o a la empresa de otros». Eso es solidaridad. Algo cutre. En cambio, la fraternidad es el «afecto entre hermanos o entre quienes se tratan como tales». Mejor así una sociedad fraterna que una solidaria. Pese a todo, la neolengua aborrece la fraternidad. Dirán, a qué viene esto. Pues viene a que el democrático Partido Comunista Chino, viendo temeroso los peligros de una súbdita población con solo 1,6 hijos por mujer y una media de edad de 37 años, abole la política del hijo único, que no era tal, como se ve por el 1,6.

Donde crece la costumbre del hijo y hasta del nieto único es en Galicia, campeona mundial de la infecundidad en la liga de países con lengua y cultura propias. Aquí ya prolifera el síndrome del emperador, con exóticos niños autóctonos de no menos exóticos nombres, pero sin hermanos e incluso sin primos. Entre nosotros la Ley de Hierro de la infecundidad (g+g=g) rige desde los 90, con entre 0,9 y 1,1 hijos. Pero no somos chinos. Somos más listos. Rondamos los 46 años de media y tan panchos. Caminamos sonámbulos y disautónomos hacia el colapso. Es igual. Nos odiamos. De ahí que no dejemos descendencia e impongamos nombres alóctonos a nuestros escasos niños. Para qué registrar una Carme o Carmen donde puede haber una Jennifer, tal cual. Todos pagaremos las consecuencias. Al menos los que sobrevivan. La única salida es construir un gran consenso en una ley codificadora de compensaciones a la maternidad, una genuina Ley de Impulso Demográfico, aprobada por mayoría reforzada, y evaluada periódicamente. Si no, inviertan en tanatorios. Preguntemos a los progenitores, a quienes practican y no teorizan, qué necesitan como emprendedores vitales. La alternativa es una tierra agónica, muda, irrelevante, estéril, con ancianos abandonados, pasto del toxo y el xabaril.