En la secta de Oia «todo era sumisión, miedo y respeto»

C. punzón / m. torres VIGO / LA VOZ

GALICIA

Los investigadores aluden al poder de Miguel Rosendo para manipular a sus adeptos hasta hacerles dejar sus empleos y carreras, vender sus pisos o entregar a sus hijos

18 dic 2014 . Actualizado a las 07:14 h.

«Nunca entendimos cómo nuestro hijo, para acercarse a Dios, necesitaba alejarse de nosotros». El distanciamiento y aislamiento que el líder de la Orden y Mandato de San Miguel Arcángel imponía entre sus adeptos y sus familias se convirtió en la piedra angular del entramado construido por Feliciano Miguel Rosendo, el cerebro de la organización religiosa creada en Galicia, encarcelado el sábado en A Lama y desde hoy en Teixeiro. Es posible que él mismo pidiera el traslado para evitar al capellán de la prisión pontevedresa que dio la voz de alarma sobre los miguelianos.

Personas que abandonaron la disciplina de lo que califican como «secta» trazaron en sus declaraciones a investigadores privados y policiales el esquema de captación con el que el líder espiritual creó un mundo propio en su casa de Oia, donde ejercía con poder absoluto. «Padre», «señor», «vigía», «reencarnación de San Miguel» o «Dios» eran algunos calificativos que le brindaban sus seguidores.

Acampadas, peregrinaciones, reuniones, preparación de obras de teatro y musicales se convirtieron en el filtro del que salían los escogidos, jóvenes de las familias que habían solicitado sus supuestos poderes de sanador. Mediante el proselitismo, todos ellos acababan por ampliar el ámbito de captación en el que habían caído fruto de la inseguridad personal, emocional y familiar que les llevó a someterse a los rituales que Miguel Rosendo organizaba en la trastienda de su herboristería para los candidatos a entrar en su mundo.

Las investigaciones dan cuenta de que el cerebro de la orden reclamaba la presencia en sus rituales de sanación de todos los miembros de la familia. Era como un escaparate en el que elegía a sus seguidores.

Sin trabajo y sin casa

Después llegaba la fase en la que los escogidos debían romper con sus entornos. «Promovió ceses en empleos, desaconsejaba mantener relaciones con el exterior del grupo, hacía romper con novias», señala un informe realizado por un detective contratado por afectados de la orden, en el que un exadepto confiesa haber abandonado su trabajo tras 45 años en su empresa, haber vendido su piso y entregado los 84.000 euros al líder de los miguelianos, que le expulsaría una vez gastados los fondos. En la instrucción aparecen casos como la venta de un BMW nuevo por parte de otro adepto, la donación de 160.000 euros o la cesión de cuentas bancarias de adolescentes. El denominador común era la enorme entrega hacia Rosendo, quien aseguraba a los suyos que solo cobraba 450 euros de pensión.

«Al hablar nos anulaba como personas», resume uno de los exseguidores de la orden para tratar de explicar la atracción que ejercía el líder sobre ellos. «Todo era sumisión, miedo y respeto», apunta otro. En ese ámbito argumentan también las supuestas prácticas sexuales a las que afirman eran sometidas algunas de las jóvenes en la casa, en acampadas o en una caravana, bautizada por Rosendo como la «totohuella». Algunos padres admiten haber consentido que sus hijas pasasen la noche con el líder. «Nos decía que era para rezar y lo creíamos».

Las «murallas de Jerusalén», como llamaba a los muros del chalé de Oia donde residía el líder, añadía a la dependencia psicosocial otra de carácter físicoespacial para los adeptos. Quienes han abandonado el grupo y quienes intentan recuperar a sus hijos mantienen que allí Miguel Rosendo instaba a los jóvenes a abandonar sus carreras universitarias para empezar otras vinculadas a las necesidades de la orden. Así se ejercía otra ruptura de los captados con su presente.

Los premios y castigos acababan de conformar una relación en la que los testigos aseguran que el líder llegó en alguna ocasión incluso a la violencia con quienes no acertaban a cumplir sus órdenes. Los castigos, apuntan los investigadores, no hacían más que multiplicar la vulnerabilidad de los adeptos. Quienes intentaron romper eran amenazados con que contraerían cáncer. O se les aislaba, incluso durante meses, como ocurrió con una joven tras dar a luz, señala la investigación. Parejas y matrimonios se establecían según el criterio del jefe, arropado por la Iglesia, grandes empresas y familias por su vertiente solidaria pública.