Por la noble tarea de crear la mejor Galicia

Santiago Rey Fernández-Latorre

GALICIA

Discurso del presidente de La Voz de Galicia, Santiago Rey Fernández-Latorre

21 nov 2014 . Actualizado a las 05:00 h.

Cuando hace muy pocas horas recibí la noticia de que el presidente del Gobierno había encontrado un momento de respiro en la difícil agenda que tiene estos días y podría acompañarnos en este acto, me asaltaron dos sentimientos. El primero, de gratitud, porque no se me ocultan ni el esfuerzo que significa para usted introducir este paréntesis en sus responsabilidades, ni la deferencia que tiene conmigo y con esta casa al establecer una notoria excepción con nosotros precisamente hoy, en el tercer aniversario de las elecciones generales del 2011.

El segundo es de ilusión. Ilusión por poder compartir con el presidente -y con todos ustedes- la buena idea de España. La buena idea de Galicia. Porque, vivamos las dificultades que vivamos, que son muchas, pocas realidades merecen tanto la pena como la solidaria nación que heredamos, que moldeamos y reconstruimos, y que -se oponga quien se oponga- transmitiremos a las siguientes generaciones.

Gracias, presidente, por estar con nosotros. Y vaya desde ahora mi deseo de fuerza, valentía y coraje para afrontar quizá uno de los momentos más delicados de nuestra historia, lleno de problemas, obstáculos y decepciones, pero también de voluntad de superación y de conquista. Porque quien tropieza, quien cae, no debe ensimismarse en su caída, sino que ha de levantarse, ajustarse de nuevo y emprender con más ánimo el camino.

Gobierna usted no solo para cuarenta y seis millones de personas, sino también para muchos españoles que vendrán después, porque las decisiones que se toman hoy tienen siempre repercusión en el futuro. Como editor libre e independiente, con más de 50 años en este noble oficio, acostumbrado a ser la conciencia crítica del poder -y, por tanto, a discutir muchas veces las acciones u omisiones del Gobierno-, no puedo más que desearle acierto y éxito. Si los consigue, serán también el acierto y el éxito de nuestro país, al que estoy seguro de que le esperan -y ya es hora- tiempos de fortaleza, optimismo y brillantez.

Brillantez. Digo esta palabra y miro a quien hoy reconocemos y homenajeamos, a Xosé Luís Barreiro, porque ese concepto es su signo distintivo. Acabamos de comprobarlo ahora mismo y lo vemos continuamente en las páginas de La Voz de Galicia. Es brillante porque tiene la peculiaridad de no pensar como la masa, de no ir al lugar común, sino de partir de cero y construir análisis de acero.

Así lo viene haciendo desde hace 25 años con su pluma fresca, aguda, innovadora. Y desde que se inició como analista extraordinario en las páginas de este periódico, no ha hecho más que agigantar esas cualidades, extender su fama y acrecentar su mérito. A veces nos sorprende, a veces nos sacude, a veces nos descubre, a veces nos enseña, y a veces incluso discrepamos de él; y él de nosotros. Pero con la calidad que lo define y con su agudeza imprevisible revalida cada día la posición de analista indispensable, de descubridor de ideas, de agitador intelectual y de creador de pensamiento crítico. Resulta para mí una satisfacción tenerlo hoy como el creador distinguido con el 56.º Premio Fernández Latorre, porque los valores que él practica son los que he inculcado a esta casa para hacerla verdaderamente útil a Galicia.

No son pocas las contribuciones que ha hecho Xosé Luís Barreiro a su país. Las hace ahora como analista certero en las páginas del periódico y ante las cámaras de V Televisión, y las hizo mucho antes desde la esfera política. Su mano ha estado presente en el diseño de relevantes estructuras de nuestra realidad autonómica.

Hoy desde las columnas y los comentarios; y ayer desde los despachos, desde la mentalidad a la vez realista y soñadora, con aciertos y con errores, se ha implicado en la más noble tarea que puede tomar aquí, en nuestra tierra, la gente que es capaz de cambiar el mundo: la de crear la mejor Galicia.

Ha hecho siempre su trabajo y ha pagado su precio. Por eso hoy me alegro tanto al oírle decir que este Premio Fernández Latorre equivale a su alta médica.

También La Voz de Galicia se entrega cada día a la obligada causa de trabajar por su tierra. Y también ha pagado lógicamente su precio.

Hoy, con frecuentes incomprensiones y algunas enemistades de los que se oponen a la prevalencia de nuestra sociedad o quieren aprovecharse de ella. Y ayer, en los lejanos tiempos anteriores a la transición, con multas, acosos y persecuciones por defender el gran galleguismo, el único que merece tal nombre, porque solo busca el engrandecimiento y la solidaridad. El que no quiere separarse, sino crecer y contribuir en pie de igualdad. El que no busca la división ni la resta, sino la suma y la multiplicación.

En ese galleguismo me crie y no pienso abandonarlo nunca. Ese es el que ha estado siempre presente en las páginas de mi periódico. Ya desde los tiempos anteriores a la creación de la Real Academia Galega, con Manuel Murguía, Rosalía, Andrés Martínez Salazar, Villar Ponte y mi abuelo Juan Fernández Latorre.

Hemos tenido amigos de corazón y compañeros de ideas irrenunciables, como Ramón Piñeiro, Francisco Fernández del Riego, Domingo García Sabell, Ricardo Carballo Calero, Marino Dónega o Carlos Casares.

Y seguimos hoy en el mismo empeño común, que no es otro que entender la nacionalidad de Galicia, con su lengua, con su cultura, con su tradición, con su innovación y con su futuro, como una riqueza fértil que ofrecer al mundo. Que ofrecer a España.

También el presidente del Gobierno puede hablarnos, por herencia familiar, de las aportaciones que ha hecho a nuestro país el gran galleguismo. Y del precio que hubo que pagar por ello en los tiempos oscuros. Su abuelo, Enrique Rajoy Leloup, fue, con Bibiano Fernández Osorio Tafall y Alexandre Bóveda, figura clave en la redacción del primer Estatuto de Autonomía de Galicia, que se elaboró en 1932. Fue votado el 28 de junio de 1936 y no llegó a entrar en vigor por las sinrazones que todos conocemos. Los tres pagaron su precio de las tres formas en que se vengó la intolerancia. Alexandre, fusilado; Bibiano, exiliado; Enrique, desposeído.

Sabemos muy bien qué hace con los hombres justos la confrontación irracional.

Por eso, presidente, hace tanta falta combatir el virus de la ira y el veneno de la secesión. Muchos creemos en el reconocimiento de las singularidades históricas; de la propia personalidad, pero no como una fuerza centrífuga, sino como una fuerza integradora. No para disgregar, sino para cohesionar. Quizá no haya sido un acierto inventar banderas y crear de la nada inexistentes comunidades, como pude ver en los largos años en que fui presidente de los editores de España, pero tampoco lo es no esforzarse por encontrar acomodo a las que existen desde mucho antes de nosotros.

Sé muy bien que no es lo que buscan quienes se han impregnado de ese veneno. Quizá ninguna crisis sea tan esencial para nuestro futuro y lo ponga tanto en riesgo como la que vivimos ante el desafío separatista. Y quizá nunca se haya instalado tanto en la sociedad española la sensación de zozobra. Porque no es aceptable el suicida mesianismo de quienes se están erigiendo en adalides de la ruptura, de la desavenencia permanente, de la quiebra de la idea de España, que es para las próximas generaciones un proyecto mucho más sólido, fértil, enriquecedor e ilusionante que la desmembración que algunos pretenden.

Se dice que la Historia los juzgará, y yo añado que la Historia los condenará.

Los que creemos en España tenemos deberes, presidente. Los tenemos, con usted, todos los que sabemos que otra convivencia es posible.

Y en estos tiempos, no solo el espurio intento de secesión nos preocupa. También las conductas ilícitas, que tanto abundan enmascaradas en los aledaños del poder.

Creemos que es posible una sociedad en que los casos indignos de corrupción sean la excepción y se erradiquen con firmeza. No queremos ver, como hemos visto en Galicia, que hasta pequeños contratos de servicios básicos y cotidianos se amañan para obtener beneficio con los impuestos de todos. No queremos ver más tramas de enriquecimiento personal basadas en falsedades, y revestidas incluso con adornos de causas nobles.

No queremos que nos recomienden austeridad aquellos que utilizan obscenamente sus tarjetas negras. No queremos que se reivindiquen como ejemplares quienes hunden empresas asegurando antes a buen recaudo su propio beneficio. No podemos aceptar a los que se adornan con títulos honorables mientras amasan fortunas ilegítimas.

No queremos esperar eternamente a que se haga justicia. La lentitud exasperante con que se instruye en España -y tenemos notorios ejemplos en Galicia- constituye en muchos casos la peor condena. O se convierte en cómplice de la impunidad. Si llega tarde, la justicia es injusta. Porque el tiempo de la sociedad no es el de la dilación interminable.

El tiempo de la sociedad es ahora.

Ojalá lo entienda así el ministro que ha venido después del anterior, quien se propuso hacerla aún más alejada y más precaria, y por tanto más inútil.

Sí. Tenemos deberes. Los hay en el Gobierno y los hay en la sociedad. No hay ejemplo más claro de que tenemos mucho por hacer que ver arrasadas las perspectivas de los jóvenes, obligados a irse o a esperar sine die su lugar en el mundo.

Para que todos ellos y sus mayores tengan más diáfano el futuro, hay que recuperar la iniciativa. Como lo están haciendo ya, con ánimo valiente, las empresas y los trabajadores que no se conforman con la dieta de adelgazamiento de la austeridad.

Prácticamente todas las compañías han tenido que afrontar sacrificios, muchas emblemáticas se han quedado en el camino, y otras intentamos reinventarnos apoyándonos en el tesón y la confianza de los proyectos y de las plantillas.

En esta casa sabemos que la más feroz contribución al desastre es el desánimo. Yo no me desanimo. Creo que se puede apostar por la economía productiva en lugar de dispersarse en parches o derrochar en proyectos incomprensibles. Que se puede estimular la iniciativa y la creatividad y centrar más los presupuestos en los servicios básicos, en lugar de derrocharlos en instrumentos propagandísticos, como tantas televisiones públicas que se han alejado de su carta fundacional.

Y creo también que la buena política tiene camino que recorrer y metas que alcanzar.

Que los ayuntamientos se pueden regir con decencia, en lugar de asistir a espectáculos esperpénticos de detentación del poder.

Que la Administración autonómica ha de centrarse en gestionar la viabilidad, en lugar de sostener artificialmente proyectos quebrados.

Que el Gobierno de la nación debe ser el mejor instrumento para combatir los grandes problemas que consumen hoy las energías y la fe de los españoles.

Desempleo. Corrupción. Devaluación. Desestabilización. Atonía. Y burocracia.

Presidente: los que seguimos día a día tu trabajo a la cabeza de todos los españoles sabemos que la tarea no es fácil y que la diversidad de la sociedad se expresa en la controversia. Pero sabemos también de tus esfuerzos y de tus éxitos, entre los que no es menor el inicio de la recuperación económica.

En estos tiempos tan convulsos, tan llenos de incertidumbre y tan invadidos por la decepción, se precisa un liderazgo fuerte, claro, transparente, que consiga de una vez recuperar la sintonía con los ciudadanos. No se puede aplazar más esta urgencia, porque el tiempo, por sí solo, no soluciona todos los problemas. En todo caso, los agrava.

Se necesita temple para dirigir el país, pero también determinación y audacia para gestionar un momento histórico tan complejo. Basta ver el terremoto que se está produciendo en el mapa electoral tradicional para comprender que la sociedad tiene ansias que no ha visto satisfechas. Y que ninguna estructura que esté viva -sea política, social o empresarial- puede prevalecer si se encierra en sí misma, si no cambia, si no se adapta, si no afronta con resolución los problemas que se le presentan.

Debemos avanzar. Todos. Y no lo lograremos sin pasar por la incomodidad de hacer preguntas y buscar respuestas. Ese es mi oficio. Y esa es mi intención.

Remato. Grazas, Xosé Luís, por compartires o teu lúcido matinar con todos nós. Estámosche obrigados. Grazas a ti, presidente, polo teu traballo e por estar hoxe connosco nesta celebración. E grazas a todos vostedes, que son un bo exemplo da mellor Galicia. Miro para o meu museo, contemplo a cantos están hoxe aquí e penso que, afortunadamente, aínda temos moita brillantez, moito galeguismo, moita ilusión e, abofé, toda a esperanza.

Moitas grazas.