El pintor, el espejo y la ventana

FUGAS

VÍTOR MEJUTO

Correa recorre el «Friso das Feridas», una obra de mediados de los ochenta montada por primera vez en esta exposición como políptico. Un acierto

05 may 2017 . Actualizado a las 06:10 h.

La primera lección que me dio Correa Corredoira fue en un bar del barrio coruñés de A Gaiteira hace veinticinco años. Discutía con un colega sobre la restauración de los frescos de la Capilla Sixtina. Por mucho que los expertos aseguraban haber recuperado el esplendor original y la pureza del color de Miguel Ángel, Correa no soportaba la idea de que la capilla fuese repintada. A una obra de arte, sostenía, no puedes sustraerle el paso del tiempo. Lo que le pasa a una pintura cuando el autor deja de manosearla también cuenta. Esto es un sencillo retrato de Correa.

Correa es un pintor capaz de pintar en la venda de su propia herida. Trabaja sobre soportes que han vivido otras vidas, que tuvieron otros usos, que dormían esperando a que su mirada se posase sobre ellos. No pinta sobre materiales nobles. No utiliza el mejor lino, prefiere la sábana, el velo, la cortina o el mantel. No es un chascarrillo povera: es la sublimación de lo cotidiano. El pintor y lo que le rodea.

Correa no necesita sentirse contemporáneo. No tiene esa insana inquietud de ser actual, ese narcisismo colectivo tan común entre los artistas. Los hay que manejan información y los hay que manejan emoción. Los primeros son los más visibles porque están siempre presentes y saben montar una exposición al gusto de cada época. Los segundos están en el estudio cuarenta o cincuenta años pintando sus entrañas. Obviamente Correa es de los segundos y la muestra recorre su trayectoria con más coherencia que sobresalto. Un relato bien articulado por David Barro, su comisario. Una acertada revisión.

Pueden verse sus trabajos de juventud, premeditadamente ingenuos y dionisíacos, en la senda naíf que transitaron Francisco Miguel o Lago Rivera, pero que pronto abandona en favor de un interesante período abstracto, que nace de su primigenia necesidad de estar en el mundo, representado por Aire, una lona de 1979. Correa le llama a esto espacialismo. Yo lo veo más en la tradición norteamericana de los campos de color. Barnett Newman y sobre todo Robert Ryman, capaces de pintar con lo mínimo. Más tarde, a la vuelta de México, pinta sus míticos animalizados. Es figuración, pero si nos alejamos un poco podríamos convenir que son monocromos con figuras inscritas. Es el resultado de haber digerido correctamente a Rothko o a Donald Judd para después, con toda naturalidad, volver a ser Correa. Vuelve a la figuración porque necesita el cuerpo. Primero la carne, luego el paisaje.

La exposición explota con el Friso das Feridas, son los años ochenta. Correa desatado en una absoluta catarsis de pintura total. Es un fresco o una pintura rupestre o un gran mural o todas esas cosas juntas. Una capilla laica que contiene intacta esa iluminación que le sobreviene a un autor de arte sacro: elevación y determinación. Una pintura muy física, ligada al vigor de la juventud, donde la pincelada tiene un recorrido largo, tanto como la sacudida del brazo. Pintura a la medida del hombre. Las temáticas son biográficas, la pelea, la maternidad, la crucifixión, y sobre todo un homenaje a Miguel Ángel y a la torsión de la figura, el escorzo y la pose violentada. El cuerpo del modelo es una herramienta, es barro.

Abandonó la abstracción porque no quería dejar de dibujar. No quería sustituir por conceptos la nerviosa línea que mueve la mano cuando obedece a los sentidos, al alma y a la memoria. No quería intelectualizar el instinto. Pero debajo del trazo, debajo del mapa de la figura palpita la mancha y esa es profundamente abstracta. Correa es un gran luchador del color. La trementina cataliza el pigmento y lo hace líquido, el color lavado es territorio fértil para que el óleo se empaste y la pincelada sea trazo. Para que el dibujo se instale en la pintura sin rigidez alguna.

Luego Correa se autorretrata y para ello necesita un espejo y una ventana. Primero se retrata a sí mismo y luego el paisaje de la ventana. El pintor que mira hacia afuera es el mismo que el que mira hacia adentro. No necesita más discurso que un corazón latiendo y el inagotable fulgor de la naturaleza.