Cadillac, anfetas y rock, tras el sentido de la vida

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Jim Dodge escribe una visión esperanzadora en «No se desvanece», que ahora se reedita

24 mar 2017 . Actualizado a las 11:29 h.

Para quienes hayan leído Introitus Lapidis no será una sorpresa No se desvanece. En realidad, tampoco lo será -y mucho menos- para quienes hayan leído El cadillac de Big Bopper. Ambas aparecieron en español en el 2007, que pudo erigirse en año Jim Dodge (Santa Rosa, California, 1945) pero se quedó solo en un amago. La primera novela llegó de la mano de Alpha Decay y la segunda fue publicada por El Aleph. Sin embargo, para el sello barcelonés Alpha Decay, la cosa iba muy en serio. Dodge se convirtió en su autor emblema. Tres años después reeditó la primera obra corrigiéndole el título -Stone Junction, 1990- y ahora reedita la segunda, enmendando también el título: No se desvanece [Not Fade Away, 1987]. Ambas novelas aparecieron originalmente en lengua inglesa en la misma época, finales de la década de los años ochenta del siglo pasado, y ambas tienen el espíritu de una road movie iniciática en la era de la conspiración y la aventura lisérgicas en California (previa a que Internet favoreciese paulatinamente el control absoluto de las personas).

Entonces aún había lugar para interrogarse sobre el sentido de la vida, y eso es lo que hace el protagonista de No se desvanece, George Gastin, con mayor o menor acierto, desde que se instala -empleado como jovencísimo conductor de grúa- entre la comunidad beatnik de North Beach, en San Francisco, y, sobre todo, cuando el hastío, el desamor y sus incursiones en la delincuencia lo hacen emprender camino, huida.

Todo esto lo cuenta Gastin, incondicionalmente excesivo pero maravilloso, en un fagocitador flashback que se traga al que parecía que sería el protagonista de la historia. El viaje lo motivará un objetivo descabellado: cumplir póstumamente el íntimo deseo de una mujer y entregar simbólicamente un Cadillac a Jiles Perry Richardson Jr., más conocido como Big Bopper, cantante estadounidense que había perecido en 1959 en el mítico accidente de aviación en que perdieron la vida Buddy Holly y Ritchie Valens, aquella negra jornada del 3 de febrero recordada como el día que la música murió. Pero esta romántica empresa es para Gastin solo una espectacular disculpa para echarse a la carretera, con la guantera bien provista de anfetaminas, en una epopeya alocada por el inabarcable paisaje americano, en busca de respuestas sobre la existencia. Él está emocionalmente enfermo y debe hallar, en esa inmensidad, su destino, su propio yo. Más allá de la trascendencia que comporta la decisión, el periplo está lleno de momentos divertidos y de personajes estrafalarios que únicamente el territorio interior estadounidense puede proveer.

Cercano al universo de Pynchon, Brautigan o Vonnegut, Dodge maneja una visión del mundo más esperanzadora, en la que el aprendizaje y la hermandad son posibles, en donde la sabiduría -las drogas y la filosofía, al fondo- es una corriente empática y solidaria con poder salvífico.