Del infierno a la felicidad en veinte sinfonías

Carmen García de Burgos

FUGAS

Kai Försterling

Si no está preparado para leer un libro que empiece con «La música clásica me la pone dura», no está listo para Instrumental.

09 dic 2016 . Actualizado a las 05:20 h.

Si no está preparado para leer un libro que empiece con «La música clásica me la pone dura», no está listo para Instrumental. Capítulo a capítulo, pieza a pieza a pieza, la autobiografía de James Rhodes desnuda a uno de los concertistas más famosos de este siglo casi recién estrenado. Rhodes, británico, de 41 años, dejó de ser un niño con 6. Fue cuando un profesor de Educación Física lo violó por primera vez, y tenía 11 cuando logró que sus padres, a quienes nunca contó nada, lo sacaran de su colegio de pago. Nunca volvió a ser el mismo, y hay muchas posibilidades de que nunca lo consiga. Se convirtió en su peor enemigo y lleva décadas agitando la bandera blanca.

Pasó su adolescencia entre drogas y favores sexuales a cambio de poco, y todo lo que hizo desde entonces fue intentar aparentar normalidad. Todo. También licenciarse, conseguir un trabajo en la City, casarse y tener un hijo. No fueron solo abusos a menores, «es una violación con ensañamiento que provoca múltiples operaciones, cicatrices (internas y externas), tics, trastorno obsesivo-compulsivo, depresión, ideación suicida, enérgicos episodios de autolesiones, alcoholismo, drogadicción, los complejos sexuales más chungos, confusión de género (“pareces una chica, ¿estás seguro de que no eres una niña?”), confusión sexual, paranoia, desconfianza, una tendencia compulsiva a mentir, desórdenes alimenticios, síndrome de estrés postraumático, trastorno disociativo de la personalidad (un nombre algo más bonito que le han puesto al síndrome de personalidad múltiple), etcétera, etcétera, etcétera». Rhodes habla de cada una de estas secuelas sin pararse demasiado en detalles, solo para intentar hacerse entender, para lograr que cualquiera pueda ponerse en su lugar unos segundos.

Lo dejó todo, incluso el piano, y volvió a empezar de cero varias veces. Desde entonces, ha ido ganando (y perdiendo) las batallas que forman su guerra, una en la que el objetivo más fácil es él, desnudo y expuesto en mitad del campo enemigo para contagiar a gritos a todos los jóvenes y los menos jóvenes de que la música clásica no es estirada, lejana y fría. Recibió críticas por ello, pero entre sus dedos Bach, Chopin, Beethoven, Lizst y Rajmáninov huyen de fracs y convencionalismos para atenerse a sus explicaciones durante cada uno de sus conciertos. También lo hace en las páginas de Instrumental, y el libro, les diré, suena siempre a nuevo. Por cierto, volvió a enamorarse, redescubrió a su hijo, y ha escrito una de las historias reales más esperanzadoras de la música.