Cuando el director de campaña era John Ford

José Luis Losa

FUGAS

Sobre el contraste entre la fascinante visión que el cine ha ofrecido de las luchas electorales y el nivel paupérrimo de la clase política española

24 jun 2016 . Actualizado a las 05:00 h.

Uno siente que algo ha fallado en la administración de su tiempo cuando descubre que ha gastado tres horas de una noche en un espectáculo narcoléptico e intelectualmente inane como el debate a cuatro de hace diez días en televisión. La política ya no es lo que era. Me permito pensar que ninguno de los cuatro aspirantes a la Moncloa alcanza, en puridad, la categoría de tribunos, en la acepción más alta del término. Son profesionales del poder, productos del márketing o del populismo, o de ambas cosas a la vez. Siento el cabreo ante la delicuescencia, la desganada estafa que he visto representada.

Me viene a la mente la filosofía del desapego que uno de los más grandes narradores fílmicos y filósofo primordial del siglo XX, John Ford, mostraba ya hacia la mercantilización de la política en una obra incontestable, capital, que filmó hace casi sesenta años. Se llama El último hurra. Es, en consecuencia, ya que data de 1958, anterior al asesinato de Kennedy. Si acaso, es coetánea al nacimiento del cometa, cuando JFK se preparaba ya para la campaña que tendría como traca final aquel debate en el cual hizo sudar tocino a Richard Nixon ante tantos millones de votantes enganchados frente a unas televisiones neonatas. Es una película anterior a la pérdida de la inocencia norteamericana, acaecida tras el baño de sangre que anegó Camelot. Y, sin embargo, lleva dentro el germen del desencanto; de todos los desencantos que en el horizonte político del medio siglo posterior han tenido lugar en la democracia occidental. Desde el Watergate al asesinato colectivo de Aldo Moro, de los indignados de Sol a la agonía actual de la V República francesa. De Tangentópolis al Bunga-bunga. O del asesinato de Olof Palme a los pájaros de Baden-Baden que han anunciado el fenecimiento de la socialdemocracia. También la sombra alargada y tal vez orangutanesca de Donald Trump se prefigura allí. Todo eso está contenido en esa película de Ford, ese tratado que entierra cualquier esperanza del buen gobierno o de la armonía entre el poder y la gloria bajo simas de desolación.

Hay que volver sobre una obra esclarecedora como El último hurra, por ejemplo, cada vez que uno asiste a una refriega o tonguito como los de la campaña española que esta noche concluye. Y hay que hacerlo si uno quiere recuperar la ingenuidad prístina y no salir dañado en sus claves de bóveda que definen si hay que abandonar toda esperanza sobre una regeneración o si todavía cabe alumbrar una sociedad donde quepa el gobierno de la templanza.

Vamos con lo que cuenta El último hurra. Como sucede en toda la filmografía de John Ford, hay más de una capa de lectura. Esto es, no nos quedemos con la primera apariencia. Como sabemos que Ford detestaba a la clase política, no caigamos en la simplificación de interpretar la película como la denuncia global, como el órdago contra un sistema carcomido por una vieja política ya en retirada, la representada por el veterano alcalde de origen irlandés de una ciudad de Nueva Inglaterra, que se hace colosal en la figura de Spencer Tracy. Y de una sociedad condenada a entrar en una nueva era, la de los jóvenes políticos televisivos, creaciones de mercadotecnia sin una sola idea propia.

Siempre existe en Ford un desarrollo de un universo de valores o de ideales que igual valen para su tríptico del Séptimo de Caballería que para esta anatomía, muchísimo más sutil de lo que pudiera aparentar, de la manera de alcanzar o mantener el poder en los Estados Unidos, en un tiempo en el que ya hace más de medio siglo que las leyendas han dejado de imprimirse y cuando el mito del Far-West y de la ley a sangre y fuego es solo una huella ancestral.

En El último hurra de lo que se habla es de una sociedad donde el poder es una emanación de viejas leyes no escritas que están en el ADN de la forja de una nación. Y el buen cacique, el major con tics de déspota ilustrado que encarna Tracy, es como un agonista que lucha contra fuerzas a las que nunca logrará vencer porque no se puede detener el tren de la Historia. No es naturalmente casual el origen irlandés -el descendiente, como Ford, de la idealizada Innisfree- de este alcalde sempiterno, este gatopardo rubicundo que ve cómo se viene abajo un sistema de valores donde la lealtad y una toma de decisiones que pueden ser formalmente dudosas o alegales pero que finalmente responden a un principio de equidad social. De nuevo desentendiéndose del sambenito de autor de ideología reaccionaria, Ford nos acerca así a un modelo de político cuyas maneras se presentan con rasgos patriarcales, pero que conecta con una naturaleza humana bien identificable con el New Deal de Roosevelt.

Y lo que nos regala entonces es un travelling fascinante de las campañas electorales genuinas, donde el voto se ganaba por barrios y no por distritos. Y en las cuales las gracias o favores prestados en el tiempo se reflejan ahora en el recuento de cada manzana, marcadas con tiza en una pizarra. Era el mejor de los tiempos. Pero -nos va desvelando John Ford- ni siquiera los titanes, como aquí lo es Spencer Tracy, tienen solvencia para detener los cambios de ciclo. Y entonces El último hurra adquiere un desgarrador y al tiempo sereno tono de elegía. Asistimos al desvanecimiento de los buenos gobernantes. Y suenan los clarines del miedo del albero mediático. De los políticos que no dan la cara ni aceptan repreguntas. De los androides diseñados para platós televisivos desde donde poder administrar políticas crueles o carentes de empatía con la sociedad.

Como corresponde a la grandeza de las obras premonitorias -solo conozco un caso equiparable en el cine norteamericano, el de Network, donde Sidney Lumet calcó, en 1976, la sociedad del espectáculo y del detritus, la muerte en directo por unas décimas de audiencia-, El último hurra anticipa el torticero estado de las cosas en la clase política que gobierna o que se postula para hacerlo. Uno solo de sus planos posee más verdad que los miles y miles de folios de argumentarios que sostienen los pactos en la sombra de nuestros aniquiladores debates-a-cuatro.