Perros de arena

Jose Barreiro

FUGAS

«The French Connection». William Friedkin, 1971

28 ago 2015 . Actualizado a las 05:00 h.

William Friedkin prepara una película y le dice a su director de reparto que quiere al actor que trabaja siempre con Luis Buñuel y que aparece en Belle de Jour. Los responsables del cásting le informan: «Se llama Fernando Rey y está disponible». «Oh, estupendo, contratémoslo», responde Friedkin. Cuando Fernando Rey se presenta en Nueva York para rodar el filme, Friedkin lo ve y se percata de que no es el actor que busca. Se han equivocado de persona. El actor deseado era Paco Rabal, que no está disponible ni habla una sola palabra de inglés. Fernando Rey, con su porte aristocrático y su talante refinado, acaba interpretando por casualidad a Alain Charnier, el escurridizo traficante de heroína marsellés de The French Connection.

Charnier es un malvado con encanto, justo lo contrario que su antagonista, Popeye Doyle (Gene Hackman), un policía bruto y racista cuya única obsesión es darle caza. El guion insiste en mostrarnos las diferencias entre ellos, pero en realidad no son tan distintos. Ambos desean vencer a su adversario a cualquier precio. Esa línea difusa entre el bien y el mal queda dibujada de manera magistral en la escena en la que Hackman arrasa la mitad de Nueva York siguiendo a un tren elevado que transporta al asesino a sueldo de Charnier. Nada importa con tal de cobrar su presa. Este fragmento pasa por ser una de las secuencias de persecución más célebres de la historia del cine. Y puede que lo sea. El brío narrativo de Friedkin asombra.

The French Connection cambia los signos de puntuación del cine policial de la época. Friedkin pone de moda al policía atormentado y autodestructivo que transita por las cunetas de la ley despojado de heroísmos. No construye decorados. Rueda todo en exteriores e interiores reales, con la cámara al hombro y un montaje nervioso que acompaña la crispación de Doyle por barrios pobres, garitos de mala muerte, edificios ruinosos y callejones con escombros. Apuesta por una Nueva York azul, realista, sucia y espléndida. Una ciudad humeante, casi documental, remendada con una fotografía catarrosa, de tono áspero y apagado, que proporciona el atuendo perfecto a una película que convierte en arte la vigilancia, la persecución, el seguimiento y el juego del gato y el ratón, en este caso, protagonizado por dos perros. Uno, el policía, parece un pit bull agarrado a una pelota pinchada. El traficante, en cambio, cauto como un polizón, se asemeja al perro de ese famoso cuadro de Goya. A veces saca la cabeza, pero la mayor parte del tiempo se oculta, tragado por la arena. 

Por qué verla

Por la escena de seguimiento que acaba con Fernando Rey escapando en el metro, mientras regala un saludito con la mano a un Gene Hackman al borde de la angina de pecho

Por la secuencia inicial en la que un asesino a sueldo mata a un hombre que viene de comprar el pan, se agacha, coge el corrosco y se marcha masticando. ¿Quién podría levantarse de la butaca después de semejante fechoría?