De cómo sobrevivir con dignidad a una película de culto de Hou Hsiao-Hsien

José Luis Losa

FUGAS

El «otro festival», desde la barra de drogadictos del café intensidad 14 a las terrazas donde sirven la mejor grappa para meter la noche en bruma

30 may 2015 . Actualizado a las 18:12 h.

Cannes, ya está dicho, es mucho más que el mayor acontecimiento cinematográfico del año. Es el Wall Street del audiovisual. El universo de las realidades paralelas del cual, de vuelta a casa, tardas casi otra semana en retornar a la normalidad. Es el Truman Show en el cual aterrizas, desde el bus atómico del traslado desde Niza, y bajo cuya carpa sabes que vas a habitar: más que un espacio, un ritual de doce días.

Esa impresión se vive de un modo próximo al shock en el crítico que asiste a su primer Cannes. Por eso, en la tribu se celebra como una ceremonia iniciática la llegada de un nuevo miembro. Se le arropa, se le verbalizan las leyes primordiales de supervivencia. Y se asiste con avidez a su reacción genuina cuando da los primeros pasos por esa nube, ese gran carnaval donde lo primero que azota en la vista -en esto, con independencia del sexo del debutante, parece que hay concordia- son esas mujeres pívot, por encima del metro ochenta, con vestimentas de guerra o de soirée, aún bajo un sol de justicia, y mirada perdida en algún objetivo que nunca es el o la periodista.

El ritual comienza por esa oficina de reclutamiento donde te alistan y te ponen los galones del color que marcarán el rango, la comodidad o el orden en que accederás a los pases. Y junto al grado, por si no te has quedado satisfecho, te gratifican con una botella de agua mineral St. Pellegrino.

Este año, Cannes tuvo un comienzo anómalo. En el pub cercano a la estación de tren, punto de cita cada año de periodistas argentinos y españoles para las finales de la Champions, el calendario hizo que el festival tuviera como preámbulo las bacanales de celebración de los triunfos del Barça y de la Juve. Hay que aclarar que, entre la prensa española acreditada en Cannes, la mayoría culé es absolutísima.

También hubo otro macht en juego en este mayo. De los avatares de campaña electoral en España se hablaba por las noches, entre grappas, en la terraza del Piazza. Aquí también había mayorías aplastantes: del ticket Carmena-Gabilondo o de Ada Colau. Ya se sabe: el espectro de la ceja que lleva todo el personal del gremio de la cultura.

En cuanto a preferencias propias del festival, desde el comienzo, incluso como apriorismo, dos películas se defendían con pasión: Carol, de Todd Haynes, y The Assassin, de Hou Hsiao-Hsien. A mí la primera me parece una pieza maestra, capolavoro finalmente injuriado por un jurado pusilánime comandado por los hermanos Coen. Aguarden a saborear ese cruce de miradas de Cate Blanchett y Rooney Mara para conocer una súbita leyenda del cine de nuestro tiempo.

Con la película de artes marciales del director de culto taiwanés Hou Hsiao-Hsien tuve, en cambio, dificultades manifiestas para mantenerme despierto. Hay algún momento en tu vida en el cual debes tener ya claro que determinadas propuestas cinematográficas no son para ti. Aclaro que me fascina el cine de Hou-Hsiao-Hsien, el de El maestro de marionetas, Flores de Shanghai o Tiempo de vivir, tiempo de morir. Pero con esta estilización del cine llamado wu-xia llamado The Assassin, era tiempo de dormir. También llega un tiempo en el cual no debe producirte bochorno o malestar quedarte traspuesto en una butaca, cuando ves seis o siete películas en un día. Tu cerebro elige por ti. Y cuando considera que lo que te espera no te va emocionar, aprovecha para relajarte.

Eso sí, eso te obliga a recuperar la película en otro pase. Volví a la proyección de The Assassin y, para mi sorpresa, allí estaban los mismos colegas del primer pase. Ellos no se habían dormido. Estaban tan extasiados que repetían. Vale.

La sala de drogas del café

Si Escohotado revisa su monumental Historia general de las drogas, creo que debería reservar un espacio para la Zona Nespresso de la sala Lumiére del Palais. El aluvión de adictos que corren a tomar la barra tras el pase matinal de las ocho y media de la mañana, como plaga de langosta, adquiere urgencias dignos de los fumaderos de opio chinos. Me quedé con la estampa de una señora nonagenaria que regateaba como Messi y exhibía un cartel de prioridad. En el menú de cafés, yo me he hecho adicto al ristretto de intensidad 14. Mis colegas me aclaran que lo de la intensidad es solo por el sabor. Pero a mí el placebo me funciona. Uno, dos, tres ristrettos. Y ya no se me resiste ni Hou Hsiao-hsien y sus princesas de mañas marciales.

Otro principio que reivindico desde hace años es el del derecho a la manifestación sonora al término de las películas. Ya casi no se abuchea. La sala se va vaciando entre el silencio funcionarial de críticos que han pasado un día más en la oficina. En el derecho al pataleo coincido con un nostálgico Jaume Figueras, con los queridos Imma Merino o Angel Quintana. En Berlín prosperó en febrero la castiza etiqueta de «¡Golfo!» gritada al final de la proyección del filme de maldad pesadillesca de Terrence Malick. En Cannes nos irritó Gus Van Sant («¡Iluminado!»), aunque la palma se la llevó una hipster insufrible llamada Maïwenn, protegida de este festival, que nos castigó con algo muy cabreante llamado Mon Roi (en la foto). En el fundido a negro final sonó nuestra protesta: «¡Nepotismo!». Tuvo su éxito. Además de mucha prensa española, a la mañana siguiente el francés Libération arrancaba su crónica destacando que Mon Roi fue acogida al grito de... «¡Egotisme!».

Compro la tergiversación: Cannes es una fuerza de la naturaleza decidida y no sé si voluptuosamente egotista. Desde el aterrizaje, frente a las no miradas de las damas altísimas, que recorren La Croisette bucando yachtmen o productor con posibles, hasta ese momento final en el cual los Coen hincan la rodilla ante la grandeur y se ganan media Legión de Honor dándole casi todos los premios al mal cine francés con el que este año se nos ha hecho comulgar.