«Escribir es una forma de honrar a Dios por ese gran talento que me dio»

FUGAS

Benito Ordoñez

Con su voluminosa novela «Perfidia» bajo el brazo, el enorme escritor estadounidense James Ellroy visitó España de nuevo y por primera vez fue más allá de Madrid y paseó su camisa hawaiana (eso sí, oculta tras una gabardina) por Galicia. Solo le movía vender libros, advirtió claro. Pero en su abrileño periplo coruñés dejó una imagen muy alejada del tópico que acompaña tozudo a su apodo, «el perro diabólico». Sin renunciar a su ego, Ellroy fue un hombre gentil y, en su franca cordialidad, admitió que vive muy a gusto detrás del personaje que se ha fabricado. ¡auuuuuuuuuuú!

22 may 2015 . Actualizado a las 05:00 h.

James Ellroy (Los Ángeles, 1948). Todo un mito. Su nombre evoca la negrura más profunda, insondable y violenta que haya dado la literatura en los últimos treinta años. Y más allá de eso está también el hombre -¿o el personaje?-, tras el cual viaja el alboroto o la polémica como una sombra persistente. Es un escritor que de alguna manera nace del trauma que sufrió siendo apenas un adolescente cuando hallaron abandonado en una cuneta el cadáver de su madre asesinada, un escritor que se gestó en la deriva volátil, alcohólica y suicida en la que entró entonces su vida, en ese intento agónico y enfermizo por encontrar al culpable, por esclarecer aquel horrendo crimen que había acabado con la atribulada vida de Jean, una bella enfermera pelirroja divorciada.

Ellroy es el perro demoníaco de la literatura criminal de Estados Unidos. Por algo lo apodan así. A España, a Madrid, no es la primera vez que viene. Y sus visitas se acompañan de crónicas periodísticas durísimas en los principales diarios del país, encuentros en una habitación de hotel a cara de moloso, pese a esa indumentaria presidida por la florida camisa que, más que un escritor hard-boiled, lo hace parecer un jubilado americano en un crucero de vacaciones por el Caribe. Todo toma en él cuerpo de leyenda. No es la primera vez que se ha levantado y plantado la entrevista desairado, acompasando su salida de un portazo. Es un egomaníaco y un maleducado, qué carácter, confirman colegas periodistas de la capital que se han enfrentado a él. La tensión preside los encuentros, en los que su narcisismo lo desborda todo. No le preguntes por asuntos de actualidad o de política, reconvienen desde las editoriales que traen sus libros al castellano. Nada de Clinton, nada de Bush, nada de Obama, insisten.

Son más de veinte años leyendo sus novelas, idolatrando su tableteante prosa, gozando de ese retrato maravilloso y espurio que ha hecho de la América del tercer cuarto del siglo XX. Y -¡oh, Señor!- él ha decidido venir a Galicia, que su vuelta al cuarteto de Los Ángeles, con Perfidia, novela de casi 800 páginas que inaugura un segundo cuarteto que cronológicamente precede al primero, bien merece un esfuerzo promocional que lo llevará en España, más allá de Madrid, a presentarse ante los lectores de A Coruña, Santiago, Bilbao y Barcelona. Él, ya lo advierte, solo viene a Europa -después se desplaza a Francia- a vender libros. Y, efectivamente, el ritual se repite, las crónicas madrileñas presentan las entrevistas como ejercicios de pugilato, rápidos movimientos de piernas en el ring que el escritor, en su pose de tipo duro, ameniza con sus «no me gustan ni los fotógrafos ni los periodistas», con sus respuestas cortas y desafiantes.

Tras dos días de extenuantes juegos, de exabruptos, contundencia, boutades e indiferencia, Ellroy llega a provincias, a A Coruña, de la mano del ciclo Libros en directo, que dirige Pedro Ramos y que propiciará un encuentro masivo con sus fans en el auditorio del Ágora [fue el pasado 16 de abril].

Horas antes de que se celebre la charla, la cita de la entrevista se produce en un céntrico hotel, al que el periodista llega temiendo que esa media hora prefijada acabe antes de tiempo, destempladamente. Por fin verá el gruñir del demon dog en vivo. Cómo hacer para que esto suceda y la conversación no se vaya al traste de modo abrupto. Es difícil saberlo. En Madrid un periódico hasta decidió invitarlo a un recital para piano. ¿Con qué objetivo? Esperaban solo desubicarlo para que la sinceridad fluyese o querían retratarlo gimiendo con su rostro arrasado en lágrimas por la emoción estética o quizá aullando de indignación por la imperdonable, inexplicable ausencia de su amado Beethoven en el programa del concierto. En medio de estas dramáticas reflexiones, y en el camino hacia el sillón donde descansa y espera Ellroy, su equipo de prensa expresa una última admonición: al autor le disgustan especialmente las cuestiones que tienen que ver con la actualidad y la política. Pero, ¿quién querría hablar de política con Jim Thompson o con Orson Welles?

Ellroy observa serio mientras se levanta del asiento, se desabrocha el cinturón del pantalón, se lo reajusta de nuevo, en un gesto que, de tanta naturalidad, resulta ambiguo y un poco desmitificador. Ofrece la mano cortésmente en un breve saludo y sin preámbulos comienza la charla, que a medida que avanza va desmontando leyendas. Para empezar, la gabardina que oculta la famosa camisa hawaiana y que le sienta demasiado grande quizá porque es una prenda de otro tiempo que en su California utiliza muy poco o porque la ha comprado precipitadamente en España visto el pronóstico que el parte meteorológico le señalaba para tierras gallegas. «Me gusta la ciudad, A Coruña, fría, oscura, lluviosa», suelta con un deje probablemente irónico.

Enseguida se lanza a elogiar Perfidia. Él, como aquel Umbral televisivo, ha venido a hablar de su libro, quiere dejarlo claro. «Tomo los personajes del primer cuarteto y de la trilogía americana, y los sitúo mucho más jóvenes, en el período de la Segunda Guerra Mundial». Será el comienzo de su gran retrato de América: «Voy en pos de un conjunto que, en once novelas, recogerá la historia desde 1941 hasta 1972. Es cuestión de completar el círculo. Se trata de hacer más densa la experiencia de leer los libros anteriores con esta nueva serie. Y de paso los hago mayores, mejores y más fuertes al añadir estas nuevas historias». Pero parece oportunista volver hacia atrás, sobre los rentables éxitos pasados, ¿por qué no mirar hacia adelante, buscar nuevas historias? «Porque esa historia no me interesa. Después de 1972? Arrrgggg, ¡malo! [en español] Lo anterior es lo que me encanta». Ellroy admite que se refugia gozosamente en el pasado: «No sé nada de la sociedad actual contemporánea. No utilizo Internet, no sé nada de ordenadores, no tengo teléfono móvil».

Habla paladeando las palabras, sin brusquedad alguna. Se le nota cansado. Es un hombre que acaba de cumplir 67 años. Y los viajes en avión y las dos jornadas madrileñas han hecho mella en su físico. Es solo un escritor americano ya talludito que se empeña en hacer bien su trabajo, escribir y vender libros. Apenas deja escapar de vez en cuando un aullido perruno («¡auuuuú!») sin mucha convicción, a modo de chanza. Le divierte ese teatro y quiere divertir. ¿Dónde se oculta el ogro? No le preocupa envejecer, que, al ritmo de dos años y medio por novela, vaya a terminar este cuarteto frisando los 75 años. Esto no lo parará. «Voy a escribir más libros después. Y mis libros son cada vez mejores». ¿Será por fin la gran novela americana? «Bueno -admite con llana lógica-, soy de Los Ángeles. Si hubiera nacido en España seguramente escribiría grandes libros de historia sobre España. Pero me alegro de ser de una gran ciudad como Los Ángeles».

-¿No teme verse en el espejo de otros grandes angelinos como McDonald o Chandler?

-Admiro a McDonald, no admiro a Chandler. No me gusta hablar de otros escritores; es inútil. Con eso no vendo libros. Lo cierto es que tengo historia y sé lo que hago, así que espero que disfruten de este libro.

-Trate de situar su obra en la tradición americana.

-Desconozco absolutamente qué escritores han venido después. ¿Escritores que ha habido antes y que admiro su estilo? Está, claro, Joseph Wambaugh, que fue policía en Los Ángeles e hizo grandes novelas sobre la policía [suele decir que El campo de cebollas le cambió la vida, le ayudó a liberar su rabia, a dejar el frenesí del vagabundeo].

-Cite al menos otros tres escritores norteamericanos.

-¿De hoy? No sé. No, estoy cansado de hablar de otros escritores. No me interesa. Me importa una mierda. Malo, malo [de nuevo, el español]. No quiero hablar de otros escritores. Quiero hablar de mí.

-¿Pero es usted el mejor autor vivo de la literatura estadounidense? ¿Sí o no?

-¿Por qué compararse? ¿Por qué decir uno de sí mismo que es el mejor escritor? Puede que no sea el mejor autor ahora mismo, pero puede que no esté tan lejos. Es sobre todo una cuestión de hacer bien tu trabajo y que aspires a serlo.

Es cierto que deja asomar el ego, el narciso que lleva dentro, aunque sin alharacas, hasta con cierta timidez. ¿Dónde están las huellas de sus obsesiones, de aquel adolescente de Mis rincones oscuros, sexual y enfermizamente obcecado con la figura de su madre, que allanaba domicilios para robar bragas, que se drogaba, que trapicheaba, que dormía en la calle en contenedores de ropa? El maníaco no comparece. 

-¿Cómo llega a la escritura, como un niño lector fascinado o en busca de una medicina para superar sus trágicas vivencias personales, el asesinato de su madre?

-Esto no tiene que ver con mi pasado personal. Yo quería ser escritor, y lo fui. Cuando me puse a escribir, vi que podía hacerlo y que además lo hacía bien. Tengo talento. Dios me ha dado ese talento, y escribir es una forma de rendir tributo a Dios por ese gran talento que me dio. Es una cuestión de someterse a la voluntad de Dios.

Como creador, se conjura en la defensa de sus criaturas: «No es cierta esa teoría de que todos mis personajes son malvados. Bill Parker es un hombre muy bueno, Kay Lake es una buena mujer, Bucky Bleichert en La dalia negra es un buen hombre, Ashida no es malvado. Es verdad que Bennett sí acaba volviéndose malvado [gruñe de nuevo]». Eso sí, reconoce en todo caso que retomar el personaje de Dudley Smith «es una maravilla. Efectivamente, es un personaje sin escrúpulos, pero a la vez es encantador, alto, guapo como yo [ríe] y tiene un romance con Bette Davis».

-¿Le gusta Bette Davis?

-Sí. Cuando yo tenía dos años, en 1950, tuve un lío con ella. Auuuú [aúlla y ríe con ganas]. Me gustan los polis malos. Ayudan a hacer buena ficción. Me gusta la historia. William H. Parker transformó la LAPD [Cuerpo de Policía de Los Ángeles] cuando asumió el mando en 1950. Me encanta escribir libros ambientados antes de esa época porque me encanta la brutalidad policial.

-¿De verdad se considera novelista histórico?

-Soy un novelista histórico. Pero la pregunta a la que nunca respondo es qué es real y qué no lo es. Yo estoy aquí para crear mi propia versión y nunca te diré qué es real y qué no.

-¿Entonces utiliza la historia como un recurso?

-Estoy aquí para reescribirla.

-Dice, en cambio, que «Perfidia» es una historia de amor.

-Sí. De hecho, su título procede de un hermoso bolero compuesto en 1939 por el mexicano Alberto Domínguez. Es una novela sobre el amor a tu país, el amor sexual, el amor en conflicto, amor prohibido? Es una historia de amor.

Casi ha concluido la temida media hora y no ha comenzado a oler a azufre. El perro diabólico ladra amistosamente apenas como un chucho faldero.

-Se esconde un Ellroy diferente detrás del personaje público, del bulldog, del perro rabioso, demoníaco de la literatura criminal americana.

-(Aúlla). Sí. Pero me siento cómodo, me divierto siendo el perro demoníaco. Me encantan los perros. ¡El perro diabólico! [Ellroy pronuncia su apodo en español en un esfuerzo a lo Nat King Cole].

-¿Es solo un personaje que se ha creado, una máscara?

-Sí.

Ya en esta vena cordial, en pleno canto a la demolición de tópicos, asegura que ama firmar libros (quizá también por lo que supone para sus ventas). «Ah, y no odio a los periodistas. ¡Viva Coruña!».

Como en un postrero acto para dar solemnemente fe notarial del gran desmentido que es Ellroy en gabardina, el célebre autor estampa un autógrafo sobre la primera página de un viejo ejemplar de El gran desierto -¡qué novela!- y traza un sencillo dibujo de algo que pretende ser un perro pero que no puede evitar asemejarse a un pequeño ratón de inteligente hociquillo. Pardiez.