Marnela

José Varela FAÍSCAS

VALDOVIÑO

28 ago 2016 . Actualizado a las 05:00 h.

Acostumbro a caminar a ritmo vivo (bueno, déjenlo así) por las mañanas. El paseo lo reservo para la tarde, cuando el día se va despacito para quedarse un poco más, en expresión de Cafrune. La insultante luz del día joven carece de misterio. Me quedo con la invasión lenta y pacífica de las sombras, con el aplauso enguantado de los chotacabras y el chirrido de las cigarras, que prefiero carricantas; con suerte, el berrido de un corzo o el ululado de un mochuelo. Da para mucho la pista que despega del arenal de O Rodo, en Pantín, y llega a Valdoviño por el mirador do Paraño -una impagable iniciativa del recordado alcalde Jesús Tutor: socializó el disfrute de una costa de belleza inigualable y, de añadido, limitó la urbanización ramplona y codiciosa-. La carretera es, desde Marnela -de fiesta estos días-, como una tabla de gimnasia para todas las edades. La caminata es, en cualquier caso, un regalo para el espíritu: la pequeña concha de la playa, los Illotes que la protegen del aire del sur, los cantiles oscuros de formas enigmáticas, la punta Corveira, y al fondo, tras un vaho de polvo gris azulado, la Chirlateira, como la mandíbula inferior de la boca de la ría de Cedeira. Más lejos hacia el norte aún se adivinan como uñas de un mastodonte borroso los salientes Ardilosa y Candieira. Mirando a poniente, Prior, como un dedo hurgando en el océano, pero, antes, la punta Frouxeira, y el arrogante penacho de Campelo. Todo son lomas verde viejo que se abisman sobre las olas. Y el mar, claro, con un horizonte que se difumina y desaparece o queda nítido cuando el pulso de azules del cielo y el océano es tan ajustado que cabe en una línea allá al fondo.