La tradición actualizada

José Antonio Ponte Far VIÉNDOLAS PASAR

FERROL CIUDAD

16 abr 2017 . Actualizado a las 05:00 h.

Decía Torrente Ballester que «el tiempo de verdadera fiesta en Ferrol era la Semana Santa». Él hablaba de los años de su juventud, allá por los años 20 del siglo pasado, pero la afirmación sigue siendo válida actualmente. Ningún otro día -ni el de su patrón, un insulso 7 de enero, ni el de Chamorro, que se vive «fuera de puertas»-, tiene Ferrol el ambiente y la animación que viven sus calles en los días de Semana Santa. La de este año vino con el regalo de un tiempo espléndido y se vivió en la ciudad con esa típica mezcla de alegría y seriedad que le otorga un carácter propio e intransferible.

Como siempre, el que tiene devoción participa activamente en las procesiones sin que nadie lo importune ni distraiga. El que no, disfruta civilizadamente de la belleza escenográfica de las mismas, del colorido de los hábitos y de las flores, del valor artístico de las imágenes y del orden con que desfilan los más de mil cofrades que les dan vida. Es una puesta en escena realmente brillante, independientemente del sentido religioso que tenga para cada cual. La liturgia de la Iglesia siempre tuvo una bella espectacularidad que acabó ganándole muchos adeptos para la causa.

El poeta Paul Claudel era un ateo militante, hasta que una Nochebuena, en medio de la soledad helada de París, entró en la catedral de Notre-Dame para guarecerse del frío. Se estaba celebrando la Misa del Gallo y su espíritu empezó a ser conmovido por el perfume del incienso, la tibieza cálida del ambiente, los brillantes brocados de las vestiduras de los oficiantes, la riqueza dorada del retablo… Hasta el punto de que el poeta pensó que algo parecido a esa gloria que estaba viviendo debía ser el Cielo, y allí mismo se convirtió al catolicismo.

Es muy probable que la Semana Santa ferrolana también haya logrado convertir o reafirmar en su fe a muchos fieles. Entre otras cosas porque nace de un sentir popular consolidado con cuatro siglos de historia y porque ha sabido ir adaptándose a los tiempos y a las costumbres de cada momento. Las Semanas Santas de las que habla Torrente eran graves, serias, con gente enlutada por las calles, con las iglesias a la luz de las velas, los santos tapados por paños negros, un túmulo mortuorio rodeado de hachones, las señoras de velo y luto riguroso, los hombres encopetados y solemnes.

Supongo que habría unos años de tránsito, en los que el rigor, el luto y la severidad fueron dejando paso a una mayor naturalidad en las distintas manifestaciones religiosas y a una participación popular menos encorsetada, hasta llegar a la efervescencia actual que vive la ciudad en estos días, sin menoscabo del sentimiento religioso que los creyentes sigan manteniendo.

Las procesiones tienen vida juvenil; se la otorgan esos chicos y chicas que transportan las imágenes, las bandas juveniles con sus trompetas y tambores y las largas filas de adolescentes ocultos bajo sus capuchones. En la del Jueves Santo, a uno de estos que en aquel momento estaba parado delante de mí, le vibró el teléfono móvil en el bolsillo. Lo sacó, levantó discretamente el capirote y se puso a hablar con su chica, que era quien llamaba. «Que ahora no podía, pero que a las 12 de la noche se verían en la discoteca de siempre. Que no faltase, que tenía ganas de marcha». En la mano, la vela de penitente; en la cabeza, las ganas de juerga. No son incompatibles.