El busto

José Varela FAÍSCAS

FERROL CIUDAD

07 feb 2016 . Actualizado a las 05:00 h.

He de confesarles que para un tipo como yo, la mayor parte de los debates públicos que consumen interés, tiempo y páginas de los periódicos abordan asuntos y cuestiones que me vienen grandes. (Nada anómalo para quien calza un cuarenta y mide uno sesenta). En alguna ocasión me he venido arriba y he llegado a afirmar que mi patria era Canido. No es exacto: mi patria verdaderamente es la parte baja de la desaparecida calle de Insua (Pepe, Juan, Perete, Ramiro, Lolo, Nené, Pión, José, Paco, Tonecho...). Con este cimiento es lógico que los grandes temas se me desvanezcan, devengan delicuescentes, inaprensibles: acabo confundiendo el dedo con la luna, el significante con el significado, en fin. Recuerdo que cuando arañaba unas pesetas con pasantías tuve un alumno inteligente, sensible y distinguido que guardaba en la habitación de estudio que utilizábamos para las clases, al lado de unas mancuernas de 10 kg, la imagen del San Juan Evangelista que, llegada la Semana Santa, era encaramada a un pesado trono y cimbrada por animosos muchachos por las calles de Ferrol. Pasado el día, la imagen del discípulo a quien Jesús amaba regresaba al cuarto, como si se retirase a descansar del trajín. Allí reposaba el tingladillo de maderas cubiertas de sayas brillantes -con predominio de blanco y rojo si no me falla la memoria-, palmera en mano, hasta nueva ocasión. Intuyo que para la cosmogonía cristiana un santo, no digamos con el pedigrí de este, es asunto de gran enjundia. Seguramente más importante, mucho más diría, que un rey, aunque sea este emérito. Por eso se me hace ininteligible el barullo que causa el traslado de un busto de hormigón.