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José Varela FAÍSCAS

FERROL

16 jul 2017 . Actualizado a las 20:34 h.

Sin prisa, la espátula invisible de las olas raspa la superficie del mar y extiende la espuma hasta el límite de la playa. A veces, antes de extinguirse, la puntilla blanca festonea la arena como un rodapié; otras, como hoy, no pasa de virutas discontinuas y efímeras que se desvanecen al llegar. Al fondo, hacia el nordeste, las puntas Gabeira y Chirlateira olfatean el mar como proas de barcos varados, hastiados de navegar. Más lejos todavía, detrás del polvo blanco de la distancia, sigue arrogante e impasible la sierra de A Capelada, con su inevitable chapela de niebla, que cuando quiere exhibe calada hasta las orejas y cuando no, la muestra con descuidada picardía, ladeada como al desgaire. Un día como hoy, jueves por la tarde, el valle de Pantín, observado desde Marnela, es como una concha, con el vértice cobijado en A Ramalleira y el abanico ofrecido al océano; como una mano, también, con el carrizal como palma y los dedos alargados hacia el agua. El cielo hoy descendió de sus alturas azules y las nubes tiznadas dejan la cubierta de tono gris ceniza, de modo que el espacio se achica y el horizonte se aproxima, excepto por el norte, donde no es posible discernir la frontera entre el mar y el cielo. Como se aquietó el aire, algo inusual en estas tierras abiertas a los aromas salobres del Atlántico, solo las olas, y una pareja de halcones ratoneros, atraen la atención de la vista. Pero hay vida más allá, o más acá, del movimiento perceptible. Por momentos, parece haberse detenido el tiempo, aunque tal vez no sea más que la intuición de un deseo íntimo y oculto: que todo quede como está. Que todos quedemos como estamos. Todos. Así, como ahora.