Amigos y maestros

José Antonio Ponte Far VIÉNDOLAS PASAR

FERROL

25 jun 2017 . Actualizado a las 05:00 h.

A los perros les pasa lo mismo que a las personas: unos tienen suerte y viven con unos dueños que los tratan bien, mientras que otros sufren las penalidades de convivir con gente que los maltrata o no los aprecia. Veo todos los días un perro que acompaña al mendigo del supermercado. Su cara delata tristeza e inseguridad. El dueño ni lo mira, aunque supongo que le dará de comer. Me da pena porque en la mirada revela su inocencia, su listeza y discreción. Y, por el contraste entre ellos, me recuerda a uno que me acompañó en casa durante mi infancia. De él aprendí enseñanzas provechosas, como, por ejemplo, que no es oro todo lo que reluce…

El nuestro se llamaba Chilo, de estatura media y raza sin definir, alegre y divertido. Correr detrás de los pájaros era su mejor entretenimiento. Teníamos, él y yo, una estupenda relación con muchas horas de convivencia. Un día, un vecino, con fama en todo el pueblo de gran cazador, le pidió el perro a mi padre, porque al suyo lo había atropellado un coche. La temporada de caza se estaba acabando y quería aprovecharla. Mi padre, que en el fondo pensó que al animal le había salido un buen maestro, accedió a cederle el perro, que se fue con el cazador un poco a regañadientes. A media tarde, regresaron: el perro malhumorado y el señor despotricando contra él, diciendo que no había querido trabajar, ni una señal ni la más mínima colaboración. Mi padre, por salvar el momento, le dijo que seguramente estuvo así, desmotivado, porque no había ido yo con él. «El próximo día, llevas también al chaval». Y así fue, una mañana de sol otoñal, allá nos fuimos los tres monte arriba. Chilo iba contento, yo expectante y el señor muy mosqueado. De repente, el perro se para delante de un enorme tojal. Totalmente concentrado, con las orejas tiesas, se quedó clavado en el sitio; el cazador apunta con la escopeta en la dirección en que mira el perro, este empieza a avanzar casi arrastrándose, y yo viví unos segundos fascinado por la magia del suspense, que se rompió, de pronto, con el aleteo desordenado de una bandada de perdices. Retumbó un disparo. Las aves cambiaron de dirección con cierta torpeza. Sonó otro… y las perdices, ahora ya más espabiladas y sin sufrir ningún daño, se perdieron entre los pinos. El señor echó un juramento y el perro lo miró sorprendido, como si no entendiese nada. Al Chilo le hizo un amago de caricia y a mí me habló de no sé qué molestias del sol. Desde ese momento empecé a poner en duda su fama de gran cazador. Lo malo es que este fracaso fue el primero de otros dos semejantes, hasta que el perro, la tercera vez que trabajó en balde, se le quedó mirando con ojos acusadores, movió la cabeza como diciendo «¡ya está bien, a ver si espabilas!», dio media vuelta y se vino a mi lado para no volver a separarse de mí. Se había cansado de tanta incompetencia, y lo dejó muy claro. Le dije al señor que era mejor volver a casa y así lo hicimos. Ante la pregunta de mi padre por regresar tan pronto, el cazador dijo que el perro estaba muy verde y que más que ayudar, espantaba la caza. Aún hoy me pesa no haber dicho allí mismo que el que estaba verde era él, pero opté por callar y hacerle una caricia de desagravio a Chilo. Cuando años más tarde leí el fragmento del Cantar del Cid, en que habla de «Dios, qué buen vasallo si hubiese buen señor», me acordé de nuestro perro y de aquel famoso cazador.