Escritores

José Antonio Ponte Far VIÉNDOLAS PASAR

FERROL

11 jun 2017 . Actualizado a las 05:00 h.

Siempre sentí mucho más interés por los escritores que por otros artistas. Desde la época del bachillerato, me los imaginaba como unos personajes singulares, distintos al común de los humanos que me rodeaban. En las fotografías que podíamos ver de ellos, yo apreciaba un aura de misterio y de sabiduría que hacía que los admirase ya desde las páginas del libro de texto de literatura. Pero todos eran inaccesibles para mí: mis favoritos de la época juvenil llevaban años muertos, como Julio Verne, Salgari, Mark Twain, Stevenson, Dickens…; los de la etapa universitaria, también habían desaparecido (Pío Baroja, Valle-Inclán, A. Machado, García Lorca, etc.), y los vivos estaban lejos, casi todos en Madrid. El caso es que pasé también por la Universidad sin conocer de cerca a ninguno de los escritores que yo había leído y admirado. Una vez que Cela iba a dar una conferencia en la Facultad de Filosofía y Letras, no pude ir a escucharle porque me encontraba en cama con gripe…

 Tuve que esperar aún un tiempo, empezada ya mi carrera docente, para conocer a un escritor admirado y famoso. Y, la verdad, lo hice con buen pie: nada menos que Dámaso Alonso, uno de los grandes poetas de la Generación 27, entonces Director de la RAE. Era ya un señor mayor, pero ameno y muy agradable. Comimos varios amigos con él, previamente avisados por la entidad cultural que lo invitaba de que bebiésemos solo agua, para no tentarlo con el vino, ya que Dámaso tenía prohibido por los médicos beber alcohol. Sorprendido por estar rodeado de abstemios, nos dijo con pena: «Lo siento por ustedes, tan jóvenes, pero yo me voy a tomar un whisky. Que sea doble, camarero». El segundo escritor que traté (con este tomé un café inolvidable) fue Rafael Alberti, también poeta y de la promoción de Dámaso. Era otro estilo de hombre, moderno y con mucha presencia, recién llegado a España con el aire abierto de la nueva democracia. Le pregunté por una anécdota que nos había contado Dámaso y que tenía que ver con él. Me había quedado la duda de si el relato de aquél era verídico o una recreación poética.

La historia era esta: Alberti estaba en Roma, en el exilio posterior a la guerra civil, cuando Dámaso visitó la capital italiana y se negaba a ver a Rafael: estaban en bandos opuestos, vencedores y vencidos, a pesar de su amistad desde finales de los años veinte, cuando los dos convivían en el grupo de la Generación del 27. Participaban en recitales colectivos, en homenajes… En una convivencia sana y bien avenida, pero especialmente ellos dos, que eran de los más jóvenes. Durante esos días en Roma, un escritor y amigo común, llamó por teléfono a Dámaso en presencia de Alberti y los puso en contacto. Después de los saludos de cortesía, y ante la dificultad de romper el silencio siguiente y empezar a hablar de algo, Alberti recitó el comienzo de un poema de Dámaso, que este había escrito cuando era estudiante y que aquel recordaba íntegramente:

«Oh, María, María, María, // oh, María, mi más dulce amor, // se ha fugado con un profesor // de otorrinolaringología». Cuando Dámaso oyó el poema solo acertó a decir: «Está bien, Rafael, vamos a quedar para vernos». Alberti confirmó la veracidad de la anécdota y yo aprendí dos lecciones: la Poesía, aún en versos malos, siempre sirve para algo. Y los escritores suelen ser personas normales.

El misterio solo está en la literatura.