Violencia

José Antonio Ponte Far VIÉNDOLAS PASAR

FERROL

04 jun 2017 . Actualizado a las 05:00 h.

Como saben muy bien los lectores que siguen esta página de los domingos, la columna que suscribo toca temas pretendidamente amables, que escapan de la disputa política o de la conflictividad social. El propio título de Viéndolas pasar, hace alusión implícita a una forma sosegada de ver las cosas que suceden a nuestro alrededor, fijándose no en los titulares que ofrece la realidad mediática, sino en el sencillo fluir de la vida, que siempre se escribió con letra pequeña. Estoy convencido de que un periódico debe tener -además de la información veraz de todo lo que acontece, y de las diferentes opiniones de expertos sobre cuestiones políticas y sociales del día a día- artículos que sirvan de descanso para que las páginas del diario resulten menos ásperas y más amables. Eso es lo que, con mayor o menor fortuna, intento con cada columna.

Pero hay veces en que la realidad se impone de forma tan mezquina y brutal que no se puede esquivar ni mirar para otro lado. Y esto es lo que me pasa hoy, después de ver en la televisión un informe sobre la gran tragedia de la violencia de género en España: en diez años han sido asesinadas cerca de seiscientas mujeres, treinta y tantas solo en lo que va de año. Y esta barbarie nos afecta a todos: a las mujeres, principales víctimas de estos actos criminales; a los hijos que quedan sin madre y marcados para toda la vida, y también a los hombres, que vivimos la vergüenza y el oprobio que unos congéneres desalmados nos hacen sentir cada vez que asesinan o maltratan a sus parejas. En ese informe, la locutora le preguntó a un policía especializado en homicidios por qué la mayor parte de las agresiones violentas suelen hacerse contra mujeres y niños. A esa pregunta ingenua respondió el policía con una frase llena de sentido común y que viene a ser la clave de todo este entramado criminal: «Es lo más fácil, son los que tienen menos fuerza física». O sea que, en el fondo, este machismo no es más que el abuso del macho humano, dominado por la arrogancia y la ira, que busca hacer daño a quien no puede defenderse. Un rasgo de hombría para el cobarde violento, tan equivocado en sus planteamientos.

Pero estos varones agresores cuentan en España con ventajas añadidas: los políticos no acaban de ponerse de acuerdo en establecer un duro marco legal que castigue al que abuse o mate a su mujer, a su ex o a su novia, ni la administración de Justicia actúa con la contundencia que debiera en muchas ocasiones. Yo no me puedo olvidar de un juez o tribunal que, hace ya unos años, no encontró síntomas de ensañamiento en el individuo que mató a su mujer de setenta puñaladas. Ni de aquel otro que concedió la libertad condicional inmediata a otro marido asesino, alegando que su comportamiento no creaba eso que ellos llaman «alarma social». Creo que, por desgracia, cada uno de los lectores podría seguir añadiendo decisiones pintorescas, y hasta algunas esperpénticas, que la Justicia fue dictando por todo el país.

De todas formas, para salir de este círculo infernal de la violencia doméstica, hace falta empezar por las escuelas, por la educación de los niños, en la casa y en la escuela, y por el rechazo manifiesto de todos los adultos, empezando por los hombres. Para acabar con el viejo machismo español, no queda otra que cambiar nuestra mentalidad. Como esto es un proceso lento, hay que empezar cuanto antes.