Lazo de familia

Ramón Loureiro Calvo
Ramón Loureiro CAFÉ SOLO

FERROL

05 may 2017 . Actualizado a las 23:43 h.

La última vez que Carlos Casares vio con vida a Gonzalo Torrente Ballester, que regresaba a Salamanca tras haber pasado sus últimas vacaciones de verano en A Ramallosa, el escritor ferrolano, inusualmente conmovido, le dijo: «Dame un bico, rapaz». Y marchó. Su vida se estaba acabando, y él sin duda lo sabía. Falleció pocos meses después, y su muerte fue, para Casares, un golpe terrible. Lo fue, por supuesto, para todos cuantos queríamos al autor de Los gozos y las sombras -yo, si me permiten un comentario personal, no olvidaré nunca la llamada que recibí, muy de mañana, de Ponte Far, el mejor biógrafo de Torrente y otro de sus verdaderos amigos, que me comunicó la noticia, profundamente emocionado también, cuando creo que ni siquiera había amanecido-; pero el afecto que unía a Casares y a don Gonzalo, la amistad entre dos extraordinarios escritores gallegos, se había convertido en un auténtico lazo de familia. En mi opinión, aún no se ha reflexionado bastante sobre ese vínculo. Y no me refiero, por supuesto, al anecdotario surgido de esa amistad (a la que el propio Carlos le dedicó algunas de sus mejores páginas), sino a lo que, desde mi punto de vista particular, es lo más sustantivo: a cómo fue Casares quien hizo posible que el autor de Dafne y ensueños se reencontrase, en los últimos años de su vida, con la esencia -permítanme poñer «coa cerna»- de una Galicia de la que él ya había escrito antes como solo Valle y Cunqueiro habían sabido hacerlo, pero en la que no siempre se sintió querido. Casares, por cierto, soñaba con que Torrente recibiese el Premio Nobel. Siempre lo quiso para don Gonzalo. Carlos nunca quería nada para sí mismo.