Santas compensaciones

José Antonio Ponte Far VIÉNDOLAS PASAR

FERROL

05 mar 2017 . Actualizado a las 05:00 h.

Escribir artículos literarios periódicamente no es fácil, sobre todo si la columna se mantiene durante años (diecisiete, en mi caso). Y en Galicia puede ser, incluso, una temeridad, pues aquí contamos con articulistas incomparables, como Julio Camba, Fernández Flórez, Cunqueiro y Carlos Casares, entre otros. Su magisterio nos sirve de referencia estimulante a los más osados.

Pero esta dificultad que entraña la entrega puntual del artículo en un número exacto e invariable de caracteres, se ve compensada con frecuencia y de muchas maneras. A veces, los amigos te llaman para mostrar su conformidad, o no, con el tema que has tratado o con la forma como lo has desarrollado. En ocasiones, el último artículo incluso sirve de comentario para unos minutos plácidos tomando un café o una cerveza con ellos. Hay gente que sólo conoces de vista, pero que se acerca para decirte que le ha gustado lo que ha leído: suelen ser señoras mayores a las que hay necesariamente que agradecerles su buena intención y su amabilidad. Lo que no me había ocurrido nunca -y de ahí nace hoy este artículo- fue lo del otro día, cuando una señora del estilo de las citadas me paró en la calle y, muy emocionada, me dio las gracias reiteradamente por uno de los artículos que, según repetía, le hizo un gran favor ya que, gracias a él, solucionó un problema que la tuvo durante dos años muy disgustada.

Mi sorpresa se fue convirtiendo en curiosidad, que por supuesto, la señora, habladora y dicharachera, satisfizo inmediatamente. Y me dijo que en ese artículo yo hablaba de la gran disponibilidad de San Antonio para que, con su intervención, aparezcan los objetos perdidos de quien le rece con fe. «Y le prometa unos euros si aparecen», le comenté con sorna. Sí, me sonrió, pero el caso fue que había extraviado una sortija muy valiosa, material y sentimentalmente hablando, que hacía más de dos años que la había dado por perdida, hasta que leyó el artículo, se acordó del Santo, le rezó con devoción, acordó con él una buena recompensa… y al cabo de dos días vislumbró en el fondo del armario un destello brillante que la paralizó: era la piedra de su sortija, que se hacía ver en la oscuridad del mueble, el mismo en el que había mirado y rebuscado muchas veces antes sin encontrar el menor rastro de la joya.

Me despedí de la agradecida señora diciéndole que a quien había que darle las gracias era a San Antonio, que seguía portándose como un santo de los de antes, atentos siempre a lo que pedían sus devotos. Ahí están en el santoral otros clásicos, ejemplos de eficacia y contundencia en cuestión de milagros, como San Roque y su perro, animal al que mi abuela siempre le dedicaba la última avemaría de un largo bisbiseo de rezos y plegarias, porque, decía, si estaba en el cielo con el santo sería por algo. O San Benito de Lérez, al que los pontevedreses, por ser tan milagreiro, dedican en su honor ¡dos días de fiesta! al año (el 21 de marzo y el 11 de julio). Es una manera de reconocer los milagros que hace el santo cada día, seguro que a docenas… Como San Vicente Ferrer, que hacía tantos, que su obispo tuvo que prohibirle hacer más. Señora, estos son los fiables, porque ahora puede llegar a santo cualquiera. Para canonizar al Papa Woytila, uno de los recién llegados, se argumentó que había curado el reuma a una monja… Es que no hay color.