Cercana y barata

JOSÉ A. PONTE FAR VIÉNDOLAS PASAR

FERROL

01 may 2016 . Actualizado a las 05:00 h.

Amis hijos les sorprende que yo conozca bien no solamente el nombre de los santos importantes, sino incluso el día del año que tienen dedicado en el santoral. Y no pueden evitar una sonrisa cuando, hablando entre nosotros, digo que tal cosa ocurrió por san Antonio, o que aquello pasó por san Pedro, o que las nueces empiezan a madurar por san Miguel, o que el apogeo del verano se da alrededor de la Virgen de las Nieves. Les suena a un lenguaje de otro tiempo, propio de monasterios medievales. Aunque sean expresiones que sólo utilice en términos coloquiales, yo las tengo por normales. Quizá porque desde pequeño estuve muy relacionado con el mundo de los santos y sus devociones. Primero en casa, después con los curas en el colegio. Leí con mucho interés vidas y milagros de muchos de ellos, tan interesantes, a veces, como cualquier novela de aventuras. Pero la gran impulsora de tal interés fue mi abuela paterna, que rezaba rutinariamente, pero con la perseverancia de un picapedrero: no había santo en el cielo para el que no tuviese la ración diaria de avemarías, padrenuestros, peticiones estrafalarias, rosarios completos. Decía totalmente convencida que los santos son incluso más buenos que Dios, pues si Nuestro Señor fuese un santo como Dios manda, aseguraba convencida, no permitiría tantos terremotos, tantos ciclones arrasando países de Asia y de América. ¿A quién benefician estas desgracias? A cuatro sinvergüenzas que acabarán aprovechándose de los pobres desgraciados para enriquecerse más. Dios andaba a sus cosas, seguramente tendrá otros problemas, suponía ella. En cambio, los santos no, los santos están todo el día al pie del cañón, ayudando, intercediendo, socorriendo, echando una mano donde haga falta. Mi abuela estaba suscrita a una revista, El pan de los pobres, con la cual yo me entretenía de niño leyendo los milagros de San Antonio, el santo que abanderaba la publicación. Casi todos los que allí se relataban tenían que ver con la recuperación de objetos perdidos. Alguien perdía algo material o sentimentalmente valioso, lo buscaba y rebuscaba por los lugares por donde sospechaba que había podido extraviarse, pero todo el esfuerzo en vano, no aparecía. Pero le prometían unas pesetas a San Antonio, y, ¡oh, milagro!, aparecían ahí mismo y rápidamente. San Antonio, siempre al quite. Mi abuelo decía que el santo era un poco pesetero, pero ella contraatacaba diciendo que buena falta le hacían los dineros para hacer obras de caridad, como comprar pan para los pobres, como muy bien explicaba la revista. De todas formas, mi santo favorito acabó siendo Vicente Ferrer, a quien su obispo llegó a prohibirle hacer más milagros sin su permiso: tantos y tan frecuentes eran los que hacía. Y obedeció a rajatabla, hasta el punto de que un día, estando el santo en la calle, vio cómo un albañil se caía del andamio. Lo detuvo en el aire, fue a ver al obispo, pidió su permiso y, una vez obtenido, hizo que descendiese suavemente al suelo entre los aplausos de los viandantes estupefactos. Esos eran santos. Y también me gustaba escuchar esa anécdota apócrifa de una abuela, como la mía, que llevó a la iglesia a un nieto, como yo, y le dijo: vamos a rezar un padrenuestro a san Roque y un avemaría al perro que siempre lo acompaña. «¿Al perro, abuela», «Sí, porque si está en el cielo, por algo será». Nunca lo dudé.