Escenas de antes

José A. Ponte Far VIÉNDOLAS PASAR

FERROL

07 feb 2016 . Actualizado a las 05:00 h.

Estamos tan acostumbrados a que el tiempo avance siempre con rapidez hacia delante, que nos cuesta entender que alguna vez retroceda hacia épocas pasadas. Sin embargo, este fenómeno es posible, no solo en la teoría filosófica de Bergson, sino en la sencilla realidad de cualquiera de nosotros. Solo hay que estar atento para percibirlo. A mí me ocurrió un día de esta semana en que decidí podar la parra de nuestra casa familiar. Lo vengo haciendo cada año desde que murió mi padre. Siempre con un poco de recelo, porque en esto tengo más empeño que conocimientos técnicos. Y, por lo mismo, con mucha precaución: será porque, cuando desconocemos un oficio, lo practicamos con más cuidado y respeto.

El interés que no le puse antes, cuando mi padre quería enseñarme, tuve que ponerlo después aprendiendo de los errores. De todas formas, ese temor que siento al empezar a podar se me disipa poco a poco al razonar conmigo mismo que la parra sigue ahí, con toda su vida y esplendor, y que ningún año ha dejado de dar uvas; más o menos, pero siempre cumple, lo que es señal de que la cosa va discretamente bien.

Pues esta tarde de febrero, con su aire frío del norte y un sol tímido que ponía una ligera tibieza al ambiente, allí me encuentro, encaramado a la escalera de mano, dominando desde arriba la frondosidad de una parra más vieja que yo, a la que recuerdo así, vigorosa y fuerte, desde siempre. Es grande, con unas cepas poderosas que, sobre unos soportes de hierro, la extienden a lo largo del lado de la casa que da al poniente. Más importante que las uvas -que son dulces y muy sabrosas- es la sombra que nos regaló a lo largo de todos los veranos de nuestras vidas.

Allí, con los lentes en la punta de la nariz, leía mi abuelo el periódico en las tardes del verano, rodeado de los perros y gatos caseros, que buscaban el fresco para descansar. Bajo su sombra, en una gran mesa de castaño, comíamos la familia los días más calurosos del estío. El rigor del calor nos lo controlaba oportunamente la parra, igual que en esta tarde aporta tranquilidad y sosiego a toda la huerta. Moviéndome entre los sarmientos y ramas viejas que voy cortando, la parra se va dejando hacer sin mayores objeciones, se va entregando dócilmente para no desentonar de la armonía de la tarde. Hay un silencio antiguo en el ambiente, solo roto por el chasquido metálico de la tijera, que tiene un sabor bíblico y también literario.

No importa que tenga espectadores porque son silenciosos. La primera, la gata, que me acompaña subida a la parra, a escasos centímetros de mi cabeza, y que me observa con enorme atención e intriga, mientras, para disimular su interés, juguetea con ramas y zarcillos. La segunda, la perra labradora, que recostada al sol de la tarde y protegida del viento, descansa de los problemas de una vejez artrósica. También ella está atenta a lo que hago, y contenta de que alguien preste atención a los viejos oficios. La escena tiene una espiritualidad reconfortante, con el sabor de las verdades antiguas. Seguro que la hondura lírica de Anacreonte tiene mucho que ver con momentos como este, que destilan algo de sagrado. Y Séneca, según él mismo contaba, consolidaba su rigor ético cada vez que lograba iniciar un breve sueño debajo de una parra. No sé si habrá uvas, pero la bondad de esa tarde ya es suficiente premio.