24 may 2015 . Actualizado a las 05:00 h.

En los momentos más duros de esta crisis económica, leí una noticia que me sirvió un poco de contrapeso positivo a tantas malas que se sucedían cada día. Apuntaba que, ante el derrumbamiento del mercado laboral y por no tener posibilidades de encontrar trabajo en otros sectores, se estaba constatando que los jóvenes gallegos empezaban a volver a sus casas familiares en el mundo rural para ocuparse de las tierras que seguían trabajando, o habían abandonado ya, sus mayores. Dentro de lo malo de la situación general, pensé que para mucha gente joven esta sería una manera de sobrevivir decentemente, y una forma de enraizarlos en un medio natural, que era el suyo.

Lo que estaba empezando a suceder con nuestra juventud no tenía nada que ver con otro éxodo al campo, muy celebrado por la intelectualidad de aquel momento, que tuvo lugar en el mundo occidental a mediados de los años 60 del siglo pasado. Me refiero al movimiento hippy, cuando muchos jóvenes huyeron de las ciudades buscando la paz del campo. Había que buscar otro escenario donde vivir alejados del ruido de las máquinas y de la esclavitud capitalista del trabajo en la fábrica o en la oficina. Había que volver a la Naturaleza, el estado natural del hombre. Las teorías de Sartre y Marcuse alcanzaban su mayor éxito. Pero no, esta nueva migración hacia el campo no estaba motivada por ideas filosóficas, sino por una necesidad perentoria. Había que sobrevivir a la devastadora pérdida de empleo que, por desgracia, nos había alcanzado de lleno.

Pero aquella pequeña esperanza que se abría para la revitalización del medio rural gallego, tres o cuatro años más tarde parece que empieza a disiparse. Según un informe de este periódico, ahora, que parece empezar una tibia recuperación, el campo deja de ser ya una alternativa para los jóvenes ante las nuevas oportunidades laborales que se intuyen en el entorno urbano. Fue, solamente, un remedio temporal mientras no encontraban alternativas en otros sectores. Con lo cual, el presente y futuro para el mundo rural en Galicia sigue siendo el mismo: nada esperanzador. Es lo que cabía esperar de la desastrosa política que se ha seguido con el campo. Desde siempre, pero especialmente desde el ingreso en la Unión Europea.

La gran ayuda económica recibida la hemos invertido en autopistas y en trenes de alta velocidad. Tenemos más kilómetros de estas vías de comunicación que Francia y Alemania juntas. Pero carecemos de esa atención al sector primario que estos países cuidan con tanto celo. Allí el trabajo en el campo es una dedicación digna, con su horario, sus días de vacaciones y una economía solvente para un vivir aceptable. Funciona el cooperativismo, los campos están a plena producción, y las viviendas y granjas, adecentadas y en perfecta armonía con el paisaje. Aquí pasa todo lo contrario: la calidad de vida en muchas zonas del mundo rural sigue muy lejos de la que ofrece la ciudad, especialmente en lo que se refiere a educación, sanidad y servicios sociales. Y no nos podemos olvidar de la pobreza a que está condenado el campo: la leche y la madera se pagan al precio de hace veinte años. Y nadie mueve un dedo por evitar la desaparición de una cultura milenaria.