El sensisble paladar de Roald Dahl

SABE BIEN

cedida

La gastronomía está en el corazón de la obra del escritor inglés, como demuestran su cuento «La cata» o el libro «Charlie y la fábrica de chocolate»

07 ago 2016 . Actualizado a las 05:20 h.

La información y el conocimiento contribuyen al disfrute. También en la gastronomía. Un vino que no hayamos probado antes o una nueva combinación de sabores pueden sorprendernos, pero una vez desaparece el efecto de la novedad, es lo que sabemos lo que sostiene y amplía el placer. Igual que podemos recordar unas vacaciones porque en ellas nos regalamos una maravillosa cena o señalamos una celebración familiar con un plato asociado a ella, también conocer ingredientes, variedades, lugares, elaboraciones, etimologías o productores van más allá de un sentido práctico y complementan nuestra experiencia. Son esos «conocimientos inútiles» sobre los que escribió Bertrand Russell y que tanto alabó y predicó con el ejemplo Álvaro Cunqueiro.

Claro que con estos conocimientos también se cometen excesos, tan nocivos como los de la dieta. Llevados al extremo hasta pueden amargarnos una comida o vino: ¿quién no se ha encontrado con un pedante que no solo parece saberlo todo sobre terroirs y añadas, sino que se empeña en restregárnoslo en la cara a la menor ocasión? Un tipo así es precisamente el protagonista del relato de Roald Dahl La cata (Nórdica): Richard Pratt, entendido en vinos, presidente de la sociedad Los epicúreos y el invitado maniático, que por exquisito que sea el festín con el que lo agasajan, siempre parece poca cosa a su paladar. Lo peor de gente así es que a veces los que están a su alrededor se contagian y eso es lo que ocurre con el anfitrión de la cena que ocupa La cata, Mike Schofield, a quien el esnobismo de Pratt lleva a una loca apuesta en torno a la capacidad de adivinar a ciegas un vino, su región e incluso su bodega de procedencia.

Maestro de la sátira

Maestro de la sátira y del humor negro, Dahl ridiculiza a quienes convierten una actividad sumamente placentera en una competición de egos. No podía ser de otra forma. Si hay un autor que ha diseccionado y expuesto las debilidades y presuntuosidades del ser humano, ese es Dahl. Incluso en sus muchos libros para niños: los avariciosos, los caprichosos, los descorteses siempre son los que salen malparados. Un buen ejemplo es uno de sus grandes clásicos infantiles que también tiene un talismán gastronómico en el corazón de su argumento, Charlie y la fábrica de chocolate. Dahl entendió como nadie la fascinación que el dulce puede ejercer en la niñez y la retrató como pocos: quizá porque nunca había dejado de conectar con la sensibilidad que se tiene a edades tempranas, quizá porque nunca dejó de comer chocolatinas; con los envoltorios plateados hizo una bola que aún puede verse en su casa museo.

Porque para Dahl, que habría cumplido cien años el próximo 13 de septiembre, el disfrute gastronómico no entendía ni de categorías ni de rangos, y un caramelo, en el momento adecuado, podía proporcionarle igual placer que una langosta. Lo reflejó en sus historias, además de en sus personalísimos libros de recetas.