David Bowie frente al crepúsculo 

EXTRA VOZ

Este artículo fue publicado el 10 de enero, un día antes de la muerte de David Bowie

12 ene 2016 . Actualizado a las 17:35 h.

(NOTA: Este artículo fue publicado el 10 de enero, un día antes de la muerte de David Bowie)

Queda claro que el estratega David Bowie ha calculado perfectamente cómo quiere dirigir su carrera en estos momentos. Apartado casi por completo de la actividad pública desde su infarto en el 2004, dio señales de vida artística hace tres años. Primero con el sencillo Where Are We Now? Poco después, llegaría el álbum The Next Day (2013). Todo sin conceder entrevistas, embarcarse en una gira, ni nada de lo que acompaña por lo general a un disco de rock. Entre el misterio, el mito y que en el presente musical no abundan los referentes mayúsculos, aquello se convirtió en un acontecimiento. Bowie logró una atención que, por ejemplo, difícilmente acapararía un disco suyo en los noventa de Nirvana, Björk, Public Enemy, NIN o Pixies. 

Con Blackstar, el álbum que salió a la venta el pasado viernes y que supone el 25º de su carrera, se ha repetido la secuencia. Humo de secreto. Información en cuentagotas. Nueva reivindicación de la figura clave en la historia del rock. Y el resultado buscado: ¿Alguien interesado en el presente de la música popular lo va a dejar escapar? Difícil. Además, quien se acerque se encontrará con un elepé inquietante, adictivo y muy vivo.

Melómano compulsivo, esquivo con lo previsible y siempre cerebral, David Bowie usa un método curioso: recurrir a músicos de jazz y ponerlos a tocar rock. El experimento funciona. Se materializa en un sonido extraño, a veces opresivo, generalmente oscuro y con cierta conexión con Station to Station (1976). Igual que aquel se abre con una extensa pieza de más de diez minutos. Con una voz lírica y fantasmagórica -la influencia de su admirado Scott Walker planea de continuo-, impresiona. Una mezcolanza de electrónica, psicodelia, toques arabescos, jazz y siniestrismo  engulle al oyente y lo lleva hasta una segunda parte más luminosa, guiada por su falsete de siempre y un colchón sonoro exquisito. Tony Visconti, el productor, habla de A Day In The Life de The Beatles. Exagera, claro. Pero Blackstar supone un comienzo espectacular. 

Aclimatado a esa placentera frialdad claustrofóbica pero con espacios de luz, el resto del disco se pasea con seguridad ante los oídos. 'Tis A Pity She Was a Whore se muestra como un tema sensacional, con el omnipresente saxo de Donny McCaslin (uno de los grandes protagonistas del disco) dibujando espirales sobre una rítmica trepidante. Vértigo, tensión, mandíbula contraída. Sensación de velocidad, de huida sonora, de no poder detenerse. Una joya, igual que Lazarus, el segundo sencillo de Blackstar. Pieza decadente sobre la sensación de tenerlo todo y estar a punto de desaparecer por ello. «Mira aquí arriba, hombre, estoy en peligro / No tengo nada más que perder», canta mientras lo imaginamos en un rascacielos de ese Nueva York en el que vive desde hace años. 

Sólo 7 canciones

Blackstar emerge como un trabajo extraño, hasta en su distribución. Apenas cuenta con siete cortes. Y quizá flojee algo en su parte central. Aunque Sue (Or in a Season of Crime) da un paso al frente como la hermana disonante (y excitante) de 'Tis A Pity She Was A Whore, lo cierto es que Girl Loves Me se hace larga en su estructura monolítica. Y que un corte como Dollar Days no da el nivel, por mucho saxo nocturno que la quiera engalanar de satén. Menos mal que todo se arregla con I Can't Give Everything Away. Parece querer hablar sobre su papel actual como artista. «No puedo darlo todo», canta mientras apela a musas, canciones que vuelven y a la necesidad de decir más con menos.