Katmandú antes de que temblara

Enrique Vázquez Pita

EXTRA VOZ

e. vzaquez pita

Si la India es un caótico hormiguero humano, Nepal es Suiza. Hay pobreza y miseria pero sus habitantes lo llevan con serenidad. Los niños son felices jugando con las cometas en los tejados de  la capital nepalí, una especie de viaje al pasado en el que uno se adentra en la Edad Media

03 may 2015 . Actualizado a las 16:07 h.

Dicen que en un viaje a la India descubres quién eres de verdad. Si luego vas a Nepal, quizás llegues a reconciliarte contigo mismo. Cuento una historia. En la India, con la excusa de que lleva prisa, el turista delata su egoísmo cuando se hace el remolón para apearse de un rickshaw que un fatigado anciano tira cuesta arriba. Sin el peso del gordo pasajero, el pobre viejo subiría más ligero. Apenas tiene fuerzas para ganarse las alubias pero debe seguir dando el callo cada día hasta caer rendido. Indignados, los peatones afean al cliente su gesto rastrero y le hacen sentir como un cruel tirano sin corazón. 

Días después, el turista del rickshaw tuvo su oportunidad de redimirse de sus miserias humanas cuando siguió viaje a Nepal. En Katmandú, para su alivio, los ancianos son tan fuertes que se atan una cinta a la cabeza y cargan a su espalda varios sacos de grano, cajas de bazares o incluso tres sofás apilados. Los porteadores tienen un gran prestigio, pues estos sherpas son los mismos que coronan el monte Everest cargados de baúles. En la capital de Nepal hay pobreza pero se lleva con serenidad. El forastero camina cómodo, sin ser asaltado por continuos remordimientos, y devuelve la sonrisa a los niños que juegan alegres. 

Una apacible noche de verano, aquel turista sin corazón y cuatro compañeros salieron a cenar por Katmandú a un restaurante con danzarinas. Iban a tomar la última copa en el pub X-Dance pero, en un minuto, se descargó una tormenta y una tromba inundó las calles. Corrieron calados hasta los huesos hacia un taxi pero el turista malo y otra viajera llegaron los últimos. El chófer dijo que solo había sitio para uno y la forastera se quedó fuera en la calle con el agua hasta las rodillas. Por segunda vez, y al igual que en el rickshaw, el turista se hizo el remolón para apearse y fue otro el que se bajó para acompañar a la mujer sola en la riada. Pensativo durante el viaje de vuelta al hotel, el turista se dio cuenta de que la naturaleza es impredecible, pues surgen tormentas o sequías inesperadas, pero la naturaleza humana es difícil que cambie, como él mismo comprobó.

Enrique V. Pita

El agobio desaparece

 El viajero que sale del hormiguero humano que es la India y llega a Nepal agradece ese remanso de paz, un lugar pastoril perdido en las montañas con gente sonriente y esforzada. Parece una Suiza salpicada de estopas budistas que asoman en los cerros y templos dedicados a deidades hindúes a la orilla de algún afluente del Ganges. 

En Katmandú, ese agobio de calles atestadas desaparece, ya no hay olor a especias y hasta el tráfico parece más ordenado, quizás porque la mayoría de las calles son peatonales o hay colas en las gasolineras por las huelgas de transporte. El país parece anclado en la Edad Media pero convive con anuncios de San Miguel en la que dos parejas saborean una cerveza en un chalé con piscina y barbacoa. En otra calle, unos vendedores muestran sus cestas con fruta junto a una expendedora de latas de Coca-Cola. Alrededor, hombres sentados charlan sin hacer nada.

Katmandú deslumbra por sus alegres colores. Destellan los banderines con mandalas de una estopa budista, los saris de unos maniquíes o las cajas con variadas especias. El extranjero que se adentra por sus estrechas calles se siente transportado al pasado, a plena Edad Media, pero sembrada de cables de teléfono. En una esquina, se cruza con un yogui hindú que reza en un templo a su divinidad. En otra, los tenderos intentan colocar distintos cacharros de cobre y otros comercian con velas y dibujos con oraciones. 

Por la capital nepalí transitan variados personajes. En un lugar, una mendiga pide limosna para sus bebés, que portan en sus brazos para ablandar el corazón de los forasteros. Nuevamente, el turista sin corazón niega la propina al sospechar que la mujer cuenta una milonga. Pero la mendiga no acepta dinero, solo pide que le compre un tetrabrick de leche a un tendero y una turista belga que oye la conversación corre a comprarle el alimento. Jamás hubiera soportado en su conciencia que ese bebé pasase hambre aunque la historia de la mendiga fuese una trola.

La realidad es que son las mujeres las que mandan en Nepal, entre otras cosas porque, según sus costumbres, pueden casarse con dos, tres o cuatro maridos. Ellas parecen princesas por naturaleza. Hay muchachas de asombrosa belleza, con un aire asiático pero también hindú, cuya sencillez y elegancia impresionan lo mismo. En el X-Dance, una simpática joven que chapurrea inglés deja su e-mail a un turista para cartearse. Si estuviese en París, sería modelo. Pero también lo sería una muchacha que se asoma con curiosidad por la ventana en una remota aldea. Esa sonrisa delicada e inocente desarma al forastero pero sale un familiar de la joven y deja caer que sería bueno dar una ayuda por sacarle fotos. Hay quien acepta.

En las aldeas cercanas a Katmandú, las ancianas portan sobre sus cabezas  feixes de arroz por las verdes terrazas y sus paisanos pasean por el pueblo con haces de leña a hombros. Pero en Katmandú está la mayor de las leyendas femeninas. Se trata de la niña-diosa Kumari, elegida para presidir uno de los más céntricos templos de la ciudad. La pequeña mira por la ventana a los turistas tras previo pago de propinas, pero a veces se asoma muy enfadada, no se sabe por qué. Cosas de crías. El día que alcance la pubertad, será apartada y elegirán a otra. ¿Qué pasará con la antigua princesa? Alguien dice que no la dejarán tirada, que le pagarán estudios en Estados Unidos o algo así. 

Nepal está a medio camino entre China y la India y dos grandes religiones se funden allí. En el cercano pueblo de Patán, hay un centenario templo en el que, al parecer, adoran a las ratas. Pero ya nada sorprende a quien ha visitado la India, donde veneran miles de dioses, incluido uno que parece un trozo de plastilina naranja y que tiene millones de seguidores, también en Katmandú. En un templo próximo al río, hacen sus cremaciones.

Un buda para jugar

Y como enclave budista, las estopas (o templos en forma de cúpula con ojos de Buda pintados) forman parte del paisaje. La foto retrato del Dalai Lama, exiliado del Tíbet, aparece en los altares para infundir ánimo a los exiliados. En otro templo, en una colina, los monjes estudian sus oraciones en rollos mientras los monos sagrados corretean por el recinto. En las calles, tres niños se aúpan sobre una estatua de Buda para jugar.

En la tierra de los sherpas, visitar el Everest es obligado. Ahora hasta los turistas hacen cumbre pero los que van con prisa pueden sobrevolar en avioneta el pico más alto del mundo. Lo que parecía un viaje de placer sobre las nubes se convierte en una hora inquietante porque la siniestra atmósfera negruzca que envuelve esa cordillera pone los pelos de punta con solo mirarla. Cuesta pensar que la gente se atreva  a escalar esos gigantes pétreos.

Pero los nepalíes son duros por naturaleza. Algunas tiendas de Katmandú venden los puñales de los famosos gurka, la élite que servía en el ejército británico. Pero otros turistas llegan atraídos por las mochilas o forros polares de marca que se venden en esa ciudad a precio de ganga porque los montañeros que terminan su expedición devuelven el equipaje, apenas estrenado, para ir ligeros a la vuelta.

Pero quizás la imagen más memorable sea el pasatiempo preferido de los niños nepalíes, que es echar a volar cometas desde las colinas de sus aldeas o los tejados de Katmandú. Muchas escuelas no tienen ni lápices pero las maestras de pueblo saben que las forasteras siempre reparten bolígrafos y libretas.