Javier Fernández, arrastrado por la resaca

Raúl Álvarez REDACCIÓN

ESPAÑA

Javier Fernández, Felipe González y Vicente Álvarez Areces, en un mitin en Oviedo, en 2011, con Adrián Barbón, en segunda fila a la izquierda.Javier Fernández, Felipe González y Vicente Álvarez Areces, en un mitin en Oviedo, en 2011, con Adrián Barbón, en segunda fila a la izquierda
Javier Fernández, Felipe González y Vicente Álvarez Areces, en un mitin en Oviedo, en 2011, con Adrián Barbón, en segunda fila a la izquierda fsa

El secretario general de la FSA llegó al liderazgo del partido para pacificar una crisis y lo logró, pero se marcha por el estallido de otra riña de familias entre los socialistas

27 may 2017 . Actualizado a las 11:08 h.

Los cambios de época rara vez son pacíficos en los partidos políticos. Javier Fernández se meció en la ola que lo llevó hasta la pleamar de su carrera entre las escaramuzas sin cuartel del socialismo asturiano en el cambio de siglo y se ve ahora arrastrado por la resaca de las primarias del PSOE hacia una bajamar que deja al descubierto en la orilla las bajas de la refriega entre Pedro Sánchez y Susana Díaz. El secretario general de la Federación Socialista Asturiana (FSA) y presidente de la gestora federal es un hombre callado y receloso de las prisas por manifestar opiniones que sacuden a los cargos públicos en la era de Twitter y el periodismo digital. Hay algún indicio de que ya le había dado vueltas a la manera en que dejaría la vida pública, puesto que en la última campaña autonómica prometió que, de salir elegido, empezaría su último mandato como presidente de Asturias, pero es inevitable pensar que, sin la derrota de la baronesa andaluza, con la que se había alineado de manera inequívoca, su despedida del partido habría sido muy distinta. Al fin y al cabo, su etapa no será recordada como un momento cualquiera en la FSA. Lleva casi 17 años al frente de la organización y es el único dirigente que ha conocido el socialismo asturiano en el siglo XXI.

Hasta el duelo final entre Díaz y Sánchez, era de mal gusto hablar en público de la sucesión de Fernández en el PSOE asturiano. El tabú se observaba por dos motivos principales. Por una parte, nadie quería parecer ambicioso o convertirse en una fuerza desestabilizadora antes de tiempo y, por otra, hasta que saltaron las costuras del partido en Madrid, el dirigente de la FSA concitaba un respeto universal, cuando no un fervor cercano a la adulación, entre sus compañeros asturianos. Entra dentro de lo muy probable que, por voluntad propia, hubiera anunciado su renuncia al liderazgo del partido en el congreso del próximo otoño para emprender desde ahí su camino de salida de la política y rematarlo con la despedida de la presidencia del Principado al final de la legislatura, en 2019. Pero el PSOE actual no está para dudas ni esperas y Fernández ha reconocido que, tras significarse como uno de los principales valedores de Díaz, se quedaba en una posición insostenible para liderar a una militancia inclinada hacia Sánchez.

Los aficionados a las paradojas o las concepciones circulares de la historia tienen ante sí un festín con la trayectoria de Javier Fernández, el secretario general que llegó al poder en la FSA para pacificar la riña de facciones en que se había convertido el partido en los años 90, lo consiguió durante un tiempo y abandona finalmente el cargo en mitad de otra sacudida que divide al partido entre pedristas y susanistas. Cuentan que al presidente del Principado le sentó mal la referencia al Julio César de Shakespeare que deslizó el recién dimitido consejero de Economía, Francisco Blanco, tras la rebelión de los barones contra Sánchez el pasado octubre. No están en juego el destino de la república romana ni el dominio del mundo, por supuesto, ni las sedes socialistas son templos de mármol en la cima de una colina donde se derrama sangre, ni los oradores son tan elocuentes como en el teatro, pero el marco de guerras civiles sucesivas y continuos enfrentamientos entre generales y partidos no parece tan alejado de la realidad actual del partido.

Con 69 años cumplidos en enero y una carrera política estrenada con el decenio de los años 90, Javier Fernández tampoco puede aspirar ya a encabezar ninguna renovación. Su momento de esplendor llegó en el año 2000. Nació en Mieres y allí recogió el legado socialista de las cuencas mineras. En su caso, no eran ideas que flotaran únicamente en el ambiente, sino que se protegían en la familia. Es sobrino nieto de Manuel Llaneza, el fundador del sindicato minero SOMA, su abuelo murió fusilado por los franquistas y su padre sufrió internamiento y represalias tras la guerra civil. Sin embargo, demoró su entrada en la política hasta mediados de los 80, cerca ya de los cuarenta. Para entonces, era ingeniero de minas, especializado en calidad ambiental, y funcionario del cuerpo de ingenieros del Estado. Ocupó su primer cargo público en 1991, cuando se hizo cargo de la Dirección Regional de Minas y Energía. Desde entonces, ha vivido de la política. En 1996, fue elegido diputado por Asturias en el Congreso y ahí trabó una amistad que le fue muy valiosa más adelante. Junto al también asturiano Álvaro Cuesta, compartía coche en las idas y venidas a Madrid con un joven parlamentario leonés que con el tiempo prosperaría pero entonces era un desconocido. Se llamaba José Luis Rodríguez Zapatero y juntos preparaban sus intervenciones en la oposición al Gobierno del PP.

En 1999, volvió a tener un despacho en Asturias, llamado por Vicente Álvarez Areces para formar parte de su primer Gobierno autonómico como consejero de Industria. El PSOE asturiano de la época era un reñidero en el que convivían tres familias que formaban alianzas cambiantes y ejercían las artes de la zancadilla y el sabotaje contra el adversario con cualquier pretexto. Areces encabezaba una de esas facciones, que se había formado a su alrededor durante sus tres mandatos como alcalde de Gijón. José Ángel Fernández Villa, lejos de ser el actual anciano enfermo que titubea en un tribunal sobre el origen de una fortuna legalizada en una amnistía fiscal, era el omnipotente líder sindical que gobernaba las agrupaciones de las cuencas con disciplina militar. Existía también una tercera vía formada alrededor de dirigentes de UGT a la que otorgaba influencia en Oviedo. En ese panorama, con su procedencia de Mieres y sus lazos familiares con el SOMA, a Fernández se lo situaba entre los villistas.

Durante algunos meses, no tuvo importancia. A la vista de la debilidad del PP asturiano, que había volado desde dentro la presidencia de Sergio Marqués por sus diferencias internas, Villa y Areces se pusieron de acuerdo con facilidad para que el segundo fuera el candidato y el PSOE se anotó una apabullante mayoría absoluta en las elecciones de 1999. Pero el reparto del poder separó a los aliados. Fernández entró en el gabinete, pero a Villa le pareció que los suyos no habían obtenido suficiente posiciones de poder entre los altos cargos y la guerra de guerrillas se reactivó en la FSA. Las diferencias crecieron hasta alcanzar las dimensiones de un divorcio en toda regla a propósito del proyecto de ley para las cajas de ahorro asturianas que Areces impulsó en el año 2000. Villa se alió con el PP para torpedear la elección del presidente de Cajastur por parte del Principado, como pretendía el Gobierno. Zapatero y su hombre fuerte en el partido, José Blanco, recién elegidos ellos mismos, tuvieron que forzar una paz precaria en aquel verano. Areces amagó con dimitir pero, al final, la que dejó el Ejecutivo fue su consejera de Hacienda, Elena Carantoña.

Todas las partes sabían que el acuerdo no iba a durar porque en noviembre la FSA abordaría un congreso para sustituir a un secretario general, Luis Martínez Noval, que llevaba 16 años en el cargo y cada familia quería colocar a uno de los suyos en el poder. Se daba por sentado que el candidato arecista, Álvaro Álvarez, que llegó al cónclave con más avales que nadie, saldría elegido. Pero no fue así. Villa pactó con la UGT y con los socialistas de Oviedo y, por un estrecho margen, llevó a Fernández a la secretaría general. A Zapatero, que vio a su viejo amigo convertido en barón territorial y posible apoyo en la consolidación de su propia posición en la estructura federal, le pareció bien. A la larga, al resto del partido también. Fernández actuó con mayor independencia de criterio de la esperada y realmente puso orden en el partido y dio fin a las luchas internas. Su receta fue acabar con las bases personales de poder y reforzar la estructura local del partido. Los secretarios y las agrupaciones locales ganaron peso y la forma de hacer carrera en el partido dejó de ser contar con un valedor de peso.

Hasta qué punto se distanciaron Fernández y Villa siempre fue asunto de debate. Pero el secretario general no vaciló en fulminar a su antiguo padrino en el 2014, al salir a la luz el escándalo de su enriquecimiento, que aún hoy es objeto de una investigación judicial. Con Areces nunca se vieron muestras de cordialidad por ninguna de las dos partes, pero los dos dirigentes encontraron un modo de convivir y tampoco pueden encontrarse en las hemerotecas desplantes severos o declaraciones altisonantes de uno contra el otro en esa bicefalia prolongada. Fernández optó por ser senador y concedió a Areces otras dos oportunidades, bien aprovechadas, de ser candidato autonómico y presidente del Principado. Solo en 2011, cuando el margen con el PP se estrechaba y el partido ya estaba totalmente de su parte, Fernández se animó a dar el paso de ser él mismo el cabeza de cartel. Lo sorprendente es que perdió ante la inesperada resurrección de Francisco Álvarez-Cascos, independizado del PP y de regreso en la política asturiana.

Fue una decepción, pero no tardó en presentarse la ocasión de superarla. Cascos, en minoría y sin aliados, duró menos de un año en el poder. A la segunda oportunidad, Fernández sí llegó a la presidencia. Y ahí empezó a evaporarse parte de su prestigio o, para ser exactos, empezaron a polarizarse las opiniones sobre él. Para el PSOE, era el mejor dirigente interno y el mejor mandatario autonómico posible: izquierdista, dialogante, intelectual, culto. La oposición siempre ha puesto en cuestión su trayectoria por sus escasos logros y la izquierda a su izquierda le ha colgado un mote que resume su timidez antes los focos y su alergia a la exposición pública: El Mudo. Ganador en el 2012, nunca ha tenido una mayoría amplia y, además, le ha tocado lidiar con las consecuencias de la crisis económica y con la gran concentración de poder del PP en toda España.

Esa preponderancia del PP acabó con su amigo Zapatero, con su también amigo Rubalcaba y con el PSOE tal y como Fernández lo conocía y lo concebía. Por su peso moral en el partido, hubo quien le buscó para ser secretario general. Rechazó esa oferta, pero aceptó poner cara a la gestora para evitar el vacío de poder tras la defenestración -fallida, como se ve ahora- de Sánchez. Al defender esa opción y la abstención en la investidura de Mariano Rajoy, se situó a sí mismo como símbolo de una posición y de una etapa que la mayoría de los militantes del PSOE han decidido dejar atrás. Es probable que se marche entre homenajes, pero todos, incluido el mismo, han llegado a la conclusión de que su tiempo ha pasado.