A Pedro Sánchez ya le da igual troncho que berza

Roberto Blanco Valdés
Roberto L. Blanco Valdés EL OJO PÚBLICO

ESPAÑA

25 ene 2016 . Actualizado a las 16:41 h.

Cuando en un sistema parlamentario un partido obtiene la cuarta parte de los diputados necesarios para conformar la mayoría absoluta de la Cámara, constituye casi siempre un disparate que su líder porfíe por convertirse en presidente.

Tal es la situación del PSOE tras las elecciones del 20 de diciembre: con 90 diputados en un Congreso de 350, Pedro Sánchez, haciendo gala de una contumacia que raya en lo infantil, se ha empeñado en ser el presidente del Gobierno por la sencillísima y única razón de que él quiere ser el presidente. Así de fácil.

Ya no se trata solo de que el resultado de los socialistas sea el peor desde 1977, ni de que ocupen la segunda posición, a una distancia sustancial del ganador en votos (1.684.973) y en escaños (33), ni de que el presidente que ha gobernado hasta la fecha con menos diputados (Aznar, tras las generales de 1996) lo haya hecho con 156, que son 66 más (el 73 %) de los que el PSOE reúne ahora. No: se trata de que Sánchez no tiene ninguna posibilidad de encabezar una mayoría que aúne la doble condición que ha de exigirse a cualquiera que pretenda gobernar: que sea estable (para lo que debe sumar más diputados que los que conformarán la oposición) y políticamente coherente.

De hecho, la única mayoría de ese estilo que puede salir del actual Congreso es la que desde el día siguiente de las elecciones propusieron el PP y Ciudadanos: la resultante de sumar los escaños de ambas fuerzas y el PSOE. Pero en esa, ¡ay!, la presidencia le correspondería a quien ha ganado las elecciones y no a quien ha sido derrotado. Por eso Sánchez se embarcó tras los comicios en una lucha absurda contra la realidad de los hechos, creyendo, como los niños, que basta querer mucho una cosa para hacerse con ella antes o después.

Su pretensión de formar una mayoría (que en realidad no lo sería) con Podemos, sus marcas territoriales y la abstención de los secesionistas sublevados, se ha saldado, por el momento, con la devastadora humillación a la que lo sometió hace tres días Pablo Iglesias, quien tomó a Sánchez públicamente por el pito del sereno, mientras el dirigente socialista se postraba ante sus pies, riéndole la gracia.

La puñalada trapera del líder de Podemos constituyó tal villanía que, aunque tarde, mal y a rastras, Sánchez reaccionó. Pero lo hizo de un modo que constituye una auténtica autodenuncia de sus tan patéticas como verdaderas intenciones: girando su mirada en dirección a Ciudadanos, lo que parece dar a entender que a Sánchez lo mismo le da una pacto a la derecha que a la izquierda. Y ello pese a que los programas, la cultura política y el perfil de los votantes de Podemos y Ciudadanos sean antitéticos en una grandísima medida. Eso, claro, supone para Sánchez solo una minucia: y es que él está dispuesto a malgobernar con cualquiera, siempre que se le asegure el sillón de la Moncloa. Sí, Sánchez es un marxista. De los de Groucho Marx: «Estos son mis principios; si no le gustan, tengo otros».