Los parecidos con la crisis de hace un siglo

Leoncio González REDACCIÓN / LA VOZ

ESPAÑA

Las analogías entre la situación de hoy y el fin de la Restauración son asombrosas

03 jun 2014 . Actualizado a las 17:54 h.

Asombran los paralelismos que se observan al comparar la crisis que soporta hoy España y la que se produjo hace cien años, cuando se desató la Primera Guerra Mundial. Para empezar, el turnismo de los partidos dinásticos de entonces se asemeja al bipartidismo que gestionó el poder los últimos 35 años en que ambos forjaron una clase política poco permeable al sufrimiento de la sociedad, más atenta a preservar sus privilegios que a resolver los problemas de la gente.

El estallido de la contienda en Europa puso de manifiesto en el corto período de cuatro años la decrepitud del régimen de la Restauración, superado por su debilidad internacional, incapaz de hacer respetar la neutralidad que había proclamado, impotente para atajar la crisis de las subsistencias e insensible para canalizar las reivindicaciones del movimiento obrero. La crisis económica que padece España, tras fiar su crecimiento casi en exclusiva a la especulación inmobiliaria y quedar atrapada por los errores de diseño de la moneda única, no descoyuntó menos la arquitectura institucional salida de la transición. Carcomida por una corrupción que tiene rasgos sistémicos, se resiente de la falta de resolución para crear empleo y de la indiferencia frente al aumento de la desigualdad.

También se puede decir que la monarquía sufrió un desgaste brutal como consecuencia de ambos procesos. Alfonso XIII, que empezó la guerra con la esperanza de aumentar su talla en Europa como artífice de la paz entre los contendientes, salió de ella herido de muerte y solo ganó algo de tiempo echándose en manos de un cirujano de hierro que no logró evitar la llegada de la Segunda República. Juan Carlos I se adentró en la crisis económica con su prestigio prácticamente intacto, pero abdica salpicado por escándalos que mellaron su popularidad. De la misma forma que se le atribuyó el éxito de la transición se le había empezado a asociar con la incapacidad del aparato político para rescatar a España del pozo en el que chapotea desde el 2009.

Las analogías con el pasado son aún más inquietantes si se repara en otros dos fenómenos: la irrupción por la izquierda de un fuerte movimiento electoral, que refleja la falta de fe en el sistema de una amplia franja de españoles, y las dificultades para encajar a Cataluña dentro del edificio constitucional pactado en 1979.

Si se mira con detenimiento, el pulso soberanista de Artur Mas y Oriol Junqueras es un retorno agravado del seísmo autonomista que descuadernó las vigas maestras del entramado alfonsino pronto hará un siglo. El éxito de Podemos trae a la memoria la desafección social que se produjo a partir de 1915 y que entró en erupción en 1917. Si no se trata de un fenómeno pasajero, hará cristalizar una opinión republicana que ya no se siente hipotecada por las restricciones que llevaron a los partidarios de esta forma de gobierno a sacrificar sus convicciones tras la muerte de Franco en aras de la convivencia.

Parece evidente, por lo tanto, que la llegada de Felipe VI persigue abrir una fase nueva cuyo fin, aparte de consumar el relevo generacional en la jefatura del Estado, es impedir que el deterioro que sufrió en los últimos años lo precipite a un final de ciclo como el que empezó a gestarse hace ahora un siglo. Es probable que no le baste con limpiar la imagen de la monarquía dotándola de una intachabilidad ahora en entredicho. Se le va a evaluar por su papel moderador en la resolución de conflictos que socavan el país.

Un simple cambio en el trono no es una garantía para encauzarlos. Considerados de forma aisladada, la crisis económica, las tensiones territoriales, la falta de controles sobre los partidos políticos o la resurrección del republicanismo son problemas formidables. Cuando se superponen y se manifiestan de forma simultánea, sitúan a España ante una necesidad de reconstruir algunos consensos básicos no tan diferente de la que existía cuando Juan Carlos asumió la corona.

Obviamente, la situación no es aún tan dramática como la que se produjo en aquel momento. Pero el nuevo rey tampoco tendrá a su disposición la discrecionalidad que se le concedió a su padre para desembarazarse del franquismo y acometer la reconciliación de las dos Españas. Para bien y para mal, gran parte del futuro de Felipe VI y, por tanto, de su capacidad para sanear la situación, es inseparable de la actitud que adopten los dos grandes partidos. Solo si sacrifican sus conveniencias y aceptan abrir el debate de las reformas que hasta el momento han evitado, habrá empezado a consolidar su reinado. Si no lo hacen, empezará a tener problemas.