Djokovic no tiene rival en Melbourne

Paulo Alonso Lois
PAULO ALONSO LOIS REDACCIÓN / LA VOZ

DEPORTES

ISSEI KATO | REUTERS

El serbio desquicia a Murray e iguala el récord de los seis títulos de Emerson en Australia

01 feb 2016 . Actualizado a las 05:00 h.

Melbourne hila razón y pasión en Novak Djokovic. Cuando empezó este Open de Australia, el veredicto era unánime sobre su supremacía. Si nada extraño sucedía, se iría hoy con el trofeo Norman Brookes bajo el brazo. Porque lleva 15 meses sometiendo a todos los rivales y porque la pista dura potencia sus cualidades como ninguna otra. Además, la vida del serbio empezó a cambiar y cobró otro sentido justo en la Rod Laver Arena, cuando en el 2008 celebró su primer grande con solo 20 años. El resultado de ese idilio con la ciudad, donde lleva un pleno de seis triunfos en otras tantas finales, y su fortaleza como competidor lo pagó Andy Murray al perder por 6-1, 7-5 y 7-6 (3). El escocés, también nacido en 1987, representa el reverso de esta historia, gafado en una pista donde tuvo el honor de ser subcampeón ya en cinco ocasiones. Hasta ahí el presente. Y si se amplía el foco del éxito del tenista de Belgrado, se le ve en la cumbre del torneo nacido en 1905. Ya iguala los seis títulos de Roy Emerson, que hasta ayer tenía en solitario el récord de trofeos en el Open de Australia.

A Djokovic se le ha puesto hasta cara de ganador. Tiene el aplomo de los que se saben con las mejores cartas en la mano. Gobernó el primer set con una superioridad insultante, asistió tranquilo a la grotesca espiral de aspavientos de Murray en el segundo y gestionó con tranquilidad la reacción de su rival en el tercero. De fondo, la capacidad de Djokovic para ganar puntos sobre los segundos servicios del rival, hasta el 65%, una barbaridad, cercano al increíble 74% que había alcanzado en la semifinal frente a Federer.

Djokovic arrancó dominante la final. Break al segundo juego tras una doble falta del rival y un patrón ofensivo. Funcionó como una máquina lanzapelotas que reparte bolas aquí y allá con precisión milimétrica. Coronó el 6-1 como el único parcial en el que dibujó más ganadores que su rival.

Porque dotado para jugar con varios registros -ahora atacar, ahora defender, ahora alternar palos y paciencia-, Djokovic supo leer la deriva en la que estaba entrando su rival. Ya en el primer set Murray comenzó a dibujar sonrisas ante sus propios errores, a lanzar miradas a su banquillo cuando no había mucho que analizar, a iniciar un monólogo en voz alta. Fatales síntomas.

Así que Djokovic decidió levantar el pie del acelerador. Sabe que cuando Murray se estresa, puede subir el ritmo de juego, pero también desnivelar el balance de aciertos y errores. La ira dominó al escocés durante todo el segundo set con el peor repertorio posible. Porque aunque se activase con un grito o un gesto de rabia, encadenaba demasiados aspavientos que le apartaban del encuentro. Podía atacar, sí, pero terminaba fallando demasiados golpes. En datos, 21 winners y 34 errores en esa segunda manga, por el 8/19 de su rival.

Con dos sets para Djokovic y el desgaste al que le habían sometido las últimas rondas, Murray comenzó a ser consciente de que solo le podía salvar una remontada legendaria. Una que no se veía en la final del Open de Australia desde el vuelco que protagonizó Rod Laver con 0-2 ante Neale Fraser en 1960. Demasiado.

Así que Murray dejó de hacer muecas a su banquillo y de enfadarse a cada rato. Siguió arriesgando, sí, pero también de forma errática. Djokovic, sin descolocarse nunca, había equilibrado su balance de golpes ganadores y fallos (14/14) y el saldo del escocés seguía en rojo (14/20).

El naufragio de Murray se consumó en un tie break calamitoso, en el que entregó dos dobles faltas, una sencilla derecha a la red y un revés fácil al pasillo. Djokovic, tan tranquilo, besó el suelo, dio unas palmadas a la pista y se supo en lo más alto. Otra vez.