Magnus Carlsen, cabezadas geniales del Mozart amigo de Bill Gates

DEPORTES

Con 24 años, el noruego ya tiene dos Mundiales

25 nov 2014 . Actualizado a las 09:50 h.

No bebe unos tragos de vodka como Boris Spassky para conciliar el sueño la víspera de una partida. Pero mientras millones de personas esperan uno de sus movimientos, Magnus Carlsen es capaz de adormilar un rato en medio de un pulso tensísimo de seis horas alrededor de una mesa. Luego puede caminar por el escenario o plantar durante un rato a su rival. Detalles al margen del canon de los grandes ajedrecistas. Porque el pipiolo que acaba de revalidar el título mundial escapa del molde de los antiguos campeones, al que responde el derrotado en Sochi, Viswanathan Anand.

Cuando Carlsen descubrió el ajedrez, la estrategia ya se compendiaba en gigantescos ordenadores. Quizá por eso elige planteamientos paralelos, busca rodeos para evitar el juego autómata como el desplegado por Anand en 24 movimientos iniciales de memoria en el tercer capítulo de Sochi. Y aún habrá quien, ahora que se ensalza el poder mental del primer cheíñas de cualquier disciplina, discuta la condición de deporte del ajedrez.

Con 23 años, Carlsen podría ser hijo de Anand, al que a los 43 le pesan las partidas demasiado largas. Más si encara las emboscadas del noruego, amigo de Bill Gates, aficionado del Real Madrid, genio disperso que no soportó el entrenamiento marcial que Gary Kasparov intentó implantarle en la adolescencia.

A ese duelo de opuestos entre Carlsen y Anand, al final también parecidos, lo rodeó durante días una atmósfera muy diferente a la de aquellos pulsos de la Guerra Fría entre Spassky y Fischer. Tipos convertidos en peones de una partida de ajedrez en la que, por detrás del escenario, se implicó hasta Henry Kissinger desde un lado del Telón de Acero. Aunque las intrigas palaciegas, la influencia de un clan ruso en la federación internacional de ajedrez (FIDE), que eligió Sochi para una defensa del título no exenta de polémica, se mantienen de fondo. Un lastre que frena el despegue de un juego con un potencial impensable.

El más viejo de los deportes -quince años de historia documentada- y también el más moderno -el único que puede practicarse online sin que apenas pierda su esencia-. Pero le falta un Jordan que lo revolucione más allá de su inmenso campo magnético actual. Ya tiene al Mozart del ajedrez, pero no basta. Carlsen obró un milagro en Noruega, donde el juego pasó en unos meses de ser desconocido a concitar el interés de dos de sus cinco millones de habitantes durante las partidas de la final.

El ajedrez, tan mental como físico, exhibe una estética en el escenario que, de tan diferente, remite al pesaje de boxeo. Dos deportistas desnudos frente a frente, sin más armas que las conexiones neuronales de su cerebro. Y Anand, que pasa dos horas diarias de gimnasio en las semanas previas a un gran evento, sufre en partidas como la séptima de la serie, un jeroglífico de 122 movimientos y más de seis horas, una de las más largas de la historia del Mundial. Y Anand, por detrás durante toda la serie, con cinco títulos en la cabeza, parece incapaz de atacar al campeón. Y se lo traga el tópico del hinduista. Confía en que el joven Carlsen se consuma solo, insatisfecho al ver estirarse la final en doce asaltos. Aguarda a que el favorito no sepa jugar los últimos movimientos bajo presión. Hasta que el penúltimo día se derrumba el veterano.

Con el siguiente Mundial a dos años vista, el ajedrez tiene tiempo para convertir a Carlsen en un icono que trascienda el tablero, para llevar al juego de los 600 millones de practicantes, el más barato de los deportes, a una auténtica popularización global.