«Mary y la flor de la bruja»: ¡Ama a tu escoba!

Eduardo Galán Blanco

CULTURA

La primera media hora es deliciosa y casi arrebatadora, una especie de loco poema pastoral. Y luego la cosa se va haciendo un poquito más banal

12 sep 2018 . Actualizado a las 08:19 h.

Uno sale del cine pensando: para los occidentales, por mucho que estemos acostumbrados al anime, ese mundo del dibujo animado japonés siempre tendrá algo de viaje con tripi. Hay mucho de alucinación febril en Mary y la flor de la bruja, primera película de los estudios Ponoc, creados por Hiromasa Yonebayashi, alumno aventajado de Miyazaki que trabajó con su maestro en filmes como El viaje de Chihiro, Ponyo en el acantilado, El viento se levanta y muchas otras obras inolvidables.

Las anteriores películas en solitario de Yonebayashi, producidas en los estertores del legendario estudio Ghibli -que, ¡milagro!, parece haber resucitado-, no tenían la calidad de las del maestro Miyazaki, pero eran notables, especialmente El recuerdo de Marnie, una bonita alegoría de los fantasmas entre nosotros, tema recurrente en Japón. Ahora, Yonebayashi adapta un texto para niños ingleses escrito en los años setenta por Mary Stewart, con brujitas y colegios para magos, inspirador quizá -y muy anterior, por cierto- de las historias de Harry Potter. Pensando seguramente en Nicky, la aprendiz de bruja, otra película de Miyazaki de algo antes de los primeros pasos del alumno, Yonebayashi se centra en las relaciones de una jovencita con su escoba voladora -«recuerda, ¡ama a tu escoba!»-, ente mágico y liante que la protagonista descubre durante unas vacaciones en el campo. Bosque adentro, la niña persigue a un gato negro como si fuese un conejo blanco y, en vez de comer unos pastelillos que la miniaturizan, se topa con una flor azul que le permite volar. En fin, nuestra pelirroja Alicia japonesa entra en un mundo de puro flipe, repleto de bestiario alucinógeno, donde manda una reina bruja malva -que no roja- y un viejo doctor loco, perennemente cabreado y con chapa en la cabeza, que parece sacado de un cruce del Mutenroshi de Dragon Ball y el Dr. Strangelove de ¿Teléfono rojo?, volamos hacia Moscú.

La primera media hora es deliciosa y casi arrebatadora, una especie de loco poema pastoral. Y luego la cosa se va haciendo un poquito más banal y va perdiendo hálito poético, aunque la belleza de los fondos, dibujados por la vieja guardia del equipo de Miyazaki, ofrece grandes momentos de éxtasis.