Cotillard, bella enferma de piedra

eduardo galán blanco

CULTURA

La actriz francesa alcanza en «El sueño de Gabrielle» una energía feroz, una violenta intensidad, agazapada bajo su frágil apariencia

16 jun 2017 . Actualizado a las 07:44 h.

Algunas películas solo parecen tener sentido sostenidas en la presencia y gestualidad de sus actores, como sucede con este templo levantado para Marion Cotillard. El sueño de Gabrielle es el título español, que puede destripar contenidos secretos. El mal de piedra sería la justa traducción del francés, más sutil y enigmática. No deja de ser una manera poética de llamar a los prosaicos cálculos en la orina, la enfermedad que atenaza a la protagonista. Porque, en realidad, el mundo es de piedra para la sensible hija del granjero de la Provenza, poseída por una devastadora locura de anhelos e insatisfacciones. «Dame lo principal, o déjame morir», le reza a un cristo de madera. Rodeada del canto obsesivo de las cigarras que llaman a sus parejas, la enferma entra en el río, para apagar las llamas que la consumen. Son los años cincuenta y la mamá lunar -Brigitte Rouan- casa a su hija con un español antifranquista -Àlex Brendemühl- que ha venido a trabajar en la cosecha.

El marido, amante despechado, fascinado por la arrebatada belleza de la esposa, tosco pero solícito, o quizá delicado espartano, la lleva a una clínica en Suiza. Pero la heroína no quiere curarse, encuentra sentido en los agudos dolores de su enfermedad, que son un brutal éxtasis amoroso. Como una santa de Bernini, Gabrielle se retuerce, barroca.

Rechazada por un profesor timorato que le da a leer Cumbres borrascosas, enamorada de un hombre desahuciado, encontrará la redención en la comprensión última de su hermosa locura. Hay algo aquí de la Hanna Schygulla de Historia de Piera o de la Jessica Lange de Frances. Pero la señora Cotillard prefiere reconcentrar toda esa rebeldía. La gran transformista, que revivió a Edith Piaf en La vida en rosa, tronco en carne viva anhelante en De óxido y hueso, trabajadora despedida que mendiga a sus compañeros en Dos días una noche, está acostumbrada a todos los tour de force posibles. Dañada como una escultura de alguna acrópolis asolada, alcanza en esta película una energía feroz, una violenta intensidad, agazapada bajo su frágil apariencia.