La Tate Modern acerca al público europeo la obra de Georgia O'Keeffe

rita álvarez tudela LONDRES / E. LA VOZ

CULTURA

cedida

Acoge la mayor retrospectiva de la pintora modernista norteamericana

29 ago 2016 . Actualizado a las 05:00 h.

La Tate Modern londinense presenta la mayor retrospectiva de la pintora modernista estadounidense Georgia O’Keeffe (1887-1986). Cuando se cumple un siglo desde su debut en Nueva York en 1916, se celebra esta exposición en Reino Unido que acercará su obra al público europeo. Si hace apenas unos meses, cuando se presentó la ampliación de este museo de arte contemporáneo a las orillas del Támesis quedó clara su intención de potenciar el trabajo de las mujeres, ahora, con esta exposición queda claro que se trata de una realidad y que no fueron palabras caídas en saco roto.

Sin obras de O’Keeffe en colecciones públicas del Reino Unido, los asistentes podrá visitar esta exhaustiva exposición hasta el próximo 30 de octubre. Un recorrido por su trabajo durante seis décadas que comienza desde sus primeros experimentos abstractos. Son unos comienzos en los que la artista reconoce que tiene cosas en su cabeza que nadie le ha enseñado. Unas formas e ideas muy cercanas a ella. «Decidí comenzar de nuevo para despojarme de lo que me habían enseñado», cuenta O’Keeffe.

Son unas primeras obras hechas mientras trabajaba como profesora de arte. Fueron expuestas en la sala neoyorquina 291 en 1916 y dieron paso a su primera exposición individual un año más tarde. Este trabajo deja ya claro su control de la acuarela y el uso del color, en especial por sus paisajes de las montañas de Virginia y las llanuras de Texas.

Fundadora del modernismo

Reconocida como una de las fundadoras del modernismo americano, O’Keeffe fue una figura central en los círculos de arte entre los años 1910 y 1970. Sin embargo, su obra va también ligada a críticas que relacionan su trabajo con reproducciones eróticas. A lo que ella, incrédula, respondía sin piedad: «Cuando la gente lee símbolos eróticos en mis pinturas, de lo que realmente están hablando es de sus propios asuntos».

Tira entonces de abstracciones y de la estimulación sensorial, para investigar la relación de la forma con la música, el color y la composición. Su idea no es otra que «la traducción de la música a algo para los ojos». Pero la mayoría de los críticos solo atribuyeron esas abstracciones a contenido erótico. Unos comentarios que frustraron a O’Keeffe, llevándola a transformar su estilo, apostando entonces por bordes y líneas más duras.

Hablar de O’Keeffe implica recordar a su marido, Alfred Stieglitz (1864-1946), fotógrafo y promotor de arte moderno, con el que trabajaba y experimentaba sin ningún tipo de miedo. Un intercambio recíproco y fructífero, que queda palpable siempre en las obras de ambos.

Ella posa con fuerza y delicadeza a partes iguales, unas veces en retratos y otras en desnudos, pero sin ningún tipo de miedo a quien está detrás del objetivo. Son también años en los que O’Keeffe se mueve como pez en el agua con personalidades del círculo de vanguardia de la época, tales como Marsden Hartley (1877-1943) y John Marin (1870-1953), quienes también aparecen en los retratos de Stieglitz.

O’Keeffe y Stieglitz vivían en el piso 30 de un rascacielos de Nueva York, con unas vistas de la ciudad a las que no renunciaron en su obra. La grandeza de la ciudad les servía de estímulo, pero todo cambió para la artista con el desplome de Wall Street de 1929, un año en el que hizo su primera visita a Nuevo México y abandonó la idea del espíritu utópico de la ciudad estadounidense.

En una de las salas más importantes de la exposición hay hueco para la investigación de la obra de O’Keeffe y su representaciones de las flores, que la hicieron famosa. «La mayor parte de la gente en la ciudad corre tanto, que no tiene tiempo de mirar flores. Quiero que las miren, lo quieran o no», explicaba la artista, reconociendo que las utilizaba porque eran más baratas que los modelos y no se mueven.

Unas pinturas para las que tomó influencias de la fotografía modernista, como por ejemplo en la distorsión de una cala en un vaso y en el corte que le hace a unas amapolas orientales. Y ahí está también, en todo su esplendor, la pintura de la flor blanca más emblemática de O’Keeffe.

Nadie puede negar que la naturaleza y el paisaje fueron su principal de inspiración. Eso quedó aun más palpable cuando comenzaron sus viajes al estado de Nuevo México. Allí dio rienda suelta a la peculiar geografía del lugar. Una aventura posible gracias a la mano de su mecenas y escritora Mabel de Dodge Luhan, en su casa en Taos, una ciudad que ya albergaba a una comunidad artística.

Fue también allí donde años más tarde se fijó en los huesos de animales para su obra, ante la falta de flores por las continuas sequías. En la exposición, también hay hueco para las últimas pinturas de O’Keeffe, las de los años 50 y 60, centradas en dos series que se inspiraron en sus viajes en avión. Para ella, era impresionante como uno podía elevarse sobre el mundo en el que uno ha estado viviendo, pintando unos patrones tan maravillosos que dejó como legado y que ahora está más vivo que nunca.