El amor debido a la Ciudad Vieja

Luís Pousa Rodríguez
Luís Pousa CRÓNICAS CORUÑESAS

A CORUÑA CIUDAD

02 may 2017 . Actualizado a las 05:00 h.

Lo de A Coruña y la Ciudad Vieja se parece mucho a uno de esos matrimonios largos y aburridos en los que la inercia y el tiempo han liquidado cualquier atisbo de pasión. Porque el casco histórico, después de haberlo intentado en María Pita con todos los partidos políticos, uno tras otro, todavía no ha encontrado ese amor que llega solo una vez en la vida. Ese amor desatado e irremediable que hace que te salte la tapa de los sesos.

En la Ciudad Vieja, que por algo es la Ciudad a secas y con mayúscula mayestática, lo único que saltan son las losas sueltas cuando pasan los coches trotando sobre el lomo de su historia, y los niños, que trepan felices e inconscientes a lo más alto de los cruceiros para saltar más lejos que nadie.

A Coruña nunca ha querido a su Ciudad Vieja como se merece. Tal vez porque siempre ha estado ahí y creemos que ahí seguirá, aguardando pacientemente a que llegue alguien que le quite el tráfico de encima, que la conecte al siglo XXI, con su fibra óptica y sus modernidades, e incluso que restaure sus calles, sus plazas y sus edificios con el amor debido. Y entonces, los coruñeses, que a veces olvidamos lo despiadadamente hermoso que es nuestro casco histórico, caeremos de rodillas ante tanta belleza.

Algún día, probablemente en otra vida, en uno de esos universos paralelos de los que habla la física cuántica, redescubriremos este barrio, que a pesar de los prejuicios y los tópicos que lo imaginan como un Fort Knox de millonarios prejubilados, es uno de los barrios más barrios de toda Coruña, donde las señoras todavía bajan en bata y zapatillas a tirar la basura al caer la noche y los vecinos se saludan siempre por su nombre al cruzarse frente a los jamones colgantes de La Leonesa.

Algún día nos libraremos de los automóviles, de las ruinas y de la desidia municipal, y podremos mirar a la Ciudad Vieja a los ojos. Ese día, cuando A Coruña se reencuentre consigo misma, nos mereceremos el tañido de las campanas de la Orden Tercera; la pequeña leyenda de la calle de la Reja Dorada; el escudo de la República, que sobrevivió a todo y a todos sobre la puerta del colegio Montel Touzet; la sonrisa del mar vista desde el balcón del jardín de San Carlos; la geometría románica de la Colegiata y de la iglesia de Santiago; la música inesperada que dibuja el chorro de agua de la fuente del Deseo bajo los plátanos centenarios de Azcárraga; e incluso el silencio, el cero absoluto que alcanza el silencio en la plazuela de las Bárbaras cuando duerme el mundo y la noche proyecta sus sombras chinescas sobre los muros sagrados.

Mientras no llega ese momento, siempre podemos sentarnos bajo el sauce de la calle Sinagoga a soñar con ese amor fulminante que nos enseñará a querer a la Ciudad Vieja como nunca antes la habíamos querido.