¿Te acuerdas de la gran nevada del 87?

Javier Becerra
Javier Becerra CRÓNICAS CORUÑESAS

A CORUÑA CIUDAD

La Marina y la Dársena en la nevada de enero de 1987
La Marina y la Dársena en la nevada de enero de 1987 XOSÉ CASTRO

20 ene 2017 . Actualizado a las 19:29 h.

Fue como el 12-1 a Malta, el Fin de Año de Sabrina o la muerte de Chanquete, uno de esos hitos que marcan a una generación en su niñez. Ocurrió en enero de 1987. Era martes y 13. Todos dormíamos. Pero a la mayoría nos despertaron súbitamente, pasada la medianoche. «¡Levántate! ¡Está nevando!». ¿Cómo? ¿Qué pasa aquí? ¿Por qué no puedo seguir en cama? Eso lo hacía más especial aún. Somnoliento y en pijama, quebrando el sueño sin estar muy seguro de vivir una realidad. «¡Corre, corre, ven a ver!». Con esa sonrisa nerviosa y emocionada que se perdió con el tiempo, lo veías: ¡¡¡nieve en tu calle!!! Sobre los coches, sobre los letreros, sobre la calzada en la que se dibujaban dos grandes surcos al paso de los coches.

Hay recuerdos que se quedan congelados en la retina para siempre. El de aquella noche es uno. Siempre sale a relucir cuando el termómetro coruñés se acerca a cero y empiezan las especulaciones. ¿Nevará este año? Aquel día sí. Nevó. De verdad. No era granizo. Ni aguanieve. Tampoco un infante emocionado que aseguraba haber visto a los Reyes Magos en el pasillo de su casa. No, había nieve en A Coruña. Y todos los vecinos se encontraban asombrados y asomados a la ventana, viendo caer los copos como si se tratase de un milagro. Algunos se echaron a la calle para hacerse fotos y todo.

En la crónica de La Voz se hablaba de que «la mayor parte de los coruñeses hicieron el descubrimiento después de que terminase la película de la televisión». Eran otros tiempos, claro. Rebuscando un poco más en la memoria, se encuentra el día después. No hubo clase. Pero los centros abrieron sus puertas en un día totalmente excepcional. En mi colegio nos hartamos a darnos bolazos. Hicimos pequeños muñecos de nieve. Y disfrutamos como los niños que éramos. También descubrimos que los guantes de lana de poco servían para las granadas nevadas y que, tras estar dale que dale a la guerra, el frío dejaba las manos congeladas.

No iba a volver a pasar. La próxima vez estaríamos equipados. Aquel día sentimos como si empezase una nueva era en la que la nieve formaría parte de nuestros inviernos y no se limitaría al algodón de los nacimientos. Tendríamos guantes adecuados, gorros de invierno con pompón y hasta palos esquí como los de Alberto Tomba, por si se terciaba un descenso por la ronda de Nelle o Pla y Cancela.

Pero nada de eso ocurrió. Igual que le sucedió, imagino, a los niños que vivieron la nevada del 63 que cubrió de blanco la playa de Riazor. Se hicieron mayores con ese hito que tardó 24 años en repetirse. Igual que nosotros, que llevamos 30 rememorando ese día en el que fuimos increíblemente felices, sintiéndonos los niños más afortunados del mundo. ¿Volverá a ocurrir?