¿Salimos a ver escaparates?

Sandra Faginas Souto
Sandra Faginas CRÓNICAS CORUÑESAS

A CORUÑA CIUDAD

29 sep 2016 . Actualizado a las 11:43 h.

Será que me crie dentro de una tienda y que soy hija del esfuerzo voluntarioso de abrir y cerrar la verja todos los días, sin sábados que guardar. Será tal vez por que mi madre ya no está dentro de ese comercio que lució enorme con letras doradas la combinación única del nombre de mi hermano y el mío, Alessa, que sonaba tan «extranjero» que le daba un toque de color. Será que ahora cuando bajo la Ronda en el coche y echo inevitablemente la vista atrás ese lugar no brilla como antes. Con aquel escaparate que iluminaba la calle, como tantos y tantos que recordamos. Será por eso que echo de menos los escaparates y su emoción. Porque cuando tocaba cambio de escaparate, había una ilusión enorme. De repente la gente del barrio se paraba y reconocía esa novedad que le daba sentido al comercio. Era tanta la atracción que aprovechando que mi madre vaciaba todo el espacio acristalado que daba a la calle, mi hermano y yo nos colábamos, de niños, para fijarnos inmóviles como maniquíes, jugando al protagonismo de darnos una exhibición quieta. Por aquel entonces el escaparate mostraba la esencia del negocio, su mimo, y dónde estaba su listón, que en Navidad debía estar bien alto.

El Pote de Juan Florez, uno de los comercios con los escaparates más legendarios de la ciudad
El Pote de Juan Florez, uno de los comercios con los escaparates más legendarios de la ciudad No disponible

Salir a ver escaparates era una costumbre muy coruñesa, expuesta cómo no al placer de la sorpresa. El lujo de ver es impagable y hace resplandecer el ánimo, ¿o acaso no nos mueve a la sonrisa aquel escaparate lleno de deseos de Barros o El Pote? El tren maravilloso de Porvén, el ascensor de Reverie, en San Andrés; la merluza boquiabierta de El Rápido, que de niña me daba tantos escalofríos. Bueno, me daba más llegar a la Galera y sentirme observada por esas cabezas espeluznantes cubiertas con pelucas en Monna Lisa (sí, tenía doble n). Eso sí que era tensión. Claro que pasaba tan apresurada que después, al llegar a la carnicería de la esquina, la que está enfrente de La Bombilla, al «cerdo» de Manolito no podía mirarle a la cara. Pero sabía que estaba ahí, representando la sustancia del negocio desde su ventana. Manolito no es el cerdo, es el dueño de la carnicería que sigue atendiendo fielmente a su clientela. Él se mantiene, y su cerdo gore, pero otros ya no están. Como Aniceto. Era imposible no quedarse clavada ante el ultramarinos, donde cacholas y bacalaos componían una estética a la altura de los escaparates de Jozé, el de Framan. Su estilo marcó una época en Coruña y una forma inigualable de mostrarse de cara a la galería, aunque hoy esos modos se hayan perdido. Quizás porque cambiamos a demasiada velocidad o nos reflejamos en la ley minimalista «de nada por fuera, todo por dentro» que forja un imperio. Habrá un poco de todo, pero a mí, qué quieren que les diga, aún me atraen los buenos escaparates, tal vez porque veo en ellos las manos de mi madre pinchando las mejores telas con el alfiler en la boca.