¿Zapatos de vieja? No, gracias

Antía Díaz Leal
Antía Díaz Leal CRÓNICAS CORUÑESAS

A CORUÑA CIUDAD

28 sep 2016 . Actualizado a las 05:00 h.

Es uno de esos momentos que espero como agua de mayo. Aunque esta vez, fueron las aguas de septiembre, cerrando el verano como en la canción, las que nos despidieron a la salida de una comida que organiza un buen amigo cada año. No es que se celebre nada, al menos nada especial, pero es uno de esos paréntesis que saben a gloria, si es que la gloria sabe a patatas Bonilla, a vino, a menú del día con vistas al mar y a Coruña. A Coruña bien entendida, porque esta comida anual es una lección de localismo del bueno en la que no paro de aprender. Y de reírme.

Cada año cambia el menú, que no el escenario ni los compañeros, atentos todos al anfitrión. Por la mesa pasan anécdotas, protagonistas locales, historias de la radio, escenas más coruñesas que la plaza de María Pita y algún personaje que daría para que Berlanga pintase un fresco local que nada tendría que envidiar a La escopeta nacional.

Este año, con el aperitivo, apareció un grupo al que creo que solo vi yo, y que fue lo único que me apartó durante unos minutos de la charla. Porque los grupos de mujeres mayores me fascinan. Se tomaban sus calamares sin parar de hablar, arregladísimas como todas las señoras de esta ciudad que no se olvidan nunca de ponerse los pendientes. Me recuerdan a mi abuela, que pasados los 90 rechazaba zapatos en las tiendas porque eran de vieja. De vieja. Estas señoras que se arreglan a los 80, a los 90 y cuando se tercie no se visten de vieja, como no lo hacía mi abuela. Allí estaban, con sus chaquetas impecables, su collar de perlas, el pelo perfecto, y sobre todo la risa. Se reían como espero reírme yo con mis amigas si llegamos a los 80 con esas ganas de pintarnos el ojo y ponernos los pendientes y salir a la calle a tomar una caña, como señoras, y decir en casa «quedé con las niñas» antes de salir por la puerta, aunque las niñas nacieran el siglo pasado. Últimamente, solo me fijo en las mujeres que peinan canas y se paran en medio de la calle mientras se cuentan la vida. Siempre hay que pararse en mitad de la frase, es como el toque Lubitsch versión señora (mi abuela, mi madre, mis tías, dominan ese toque Lubitsch callejero), todo lo que se dice después de una parada es infinitamente más interesante.

Será que echo de menos a mis amigas y a las mujeres de mi familia, o que me hago mayor (vieja no, me diría mi abuela), y que empiezo a pararme yo también a cada paso. Pero cada vez que salgo del portal y me cruzo con ellas, arregladas, habladoras, mayores, amigas, cojo el teléfono y mando un mensaje. A cualquiera de las mujeres de mi familia (la de sangre y la otra) que se paran por la calle y nunca, jamás, llevarán zapatos de vieja.