Las pintadas del palacete de Juan Flórez

Javier Becerra
Javier Becerra CRÓNICAS CORUÑESAS

A CORUÑA

CASA ALONSO ESCUDERO DE LA CALLE JUAN FLÓREZ CON PINTADAS EN SU FACHADA
CASA ALONSO ESCUDERO DE LA CALLE JUAN FLÓREZ CON PINTADAS EN SU FACHADA j.B.

24 mar 2017 . Actualizado a las 17:12 h.

Resulta un saludable ejercicio ver la ciudad con ojos de turista. Caminar por las calles que transitas a diario con esa mirada curiosa y excepcional que evapora la cotidianeidad. Uno lo practica intermitentemente, deleitándose en esos detalles que le llaman la atención a un madrileño o un lisboeta visitante, pero normalmente no a un coruñés. Yo qué sé, esos letreros setenteros del Agra del Orzan, los azulejos de formas caprichosas de las viejas edificaciones de Cuatro Caminos, o la línea perfecta que se traza en Juana de Vega mirando a la plaza de Pontevedra.

CASA ALONSO ESCUDERO DE LA CALLE JUAN FLÓREZ CON PINTADAS EN SU FACHADA
CASA ALONSO ESCUDERO DE LA CALLE JUAN FLÓREZ CON PINTADAS EN SU FACHADA j.B.

Me toca pasar a menudo por delante de la Casa Alonso Escudero, ese palacete que quedó ahí plantado en medio de Juan Flórez como un maravilloso anacronismo arquitectónico. Custodiada por moles de hormigón en todos los frentes, se erige bellísima como un recuerdo de otro tiempo (1915, según indica su portalón). Me asomo por su entrada de la calle Ferrol a un jardín de fantasía. Invita a viajar en el tiempo. Imagino qué habrá tras su elegante torreón. Me contagio del esplendor de la hiedra de la casa de servicio cuando llega el otoño. Y, bueno, siempre se genera dentro de mí el mismo deseo: poder entrar alguna vez en su interior.

Algo nubla, sin embargo, el deleite. Su fachada amarilla aparece prostituida por pintadas hechas con espray e indecencia múltiple. Sí, porque si ultrajar un inmueble con un aerosol resulta ya de por sí censurable, hacerlo en uno así alcanza un índice de repugnancia máxima. Porque, al margen de que se trate de una vivienda privada, su visión exterior nos pertenece a todos. Y esos todos tenemos que soportar a un tal Adru que no ha tenido mejor cosa que hacer que malescribir su nombre bajo una de las ventanas. También una reivindicación del extinto centro social okupado de Palavea con su simbología habitual. O un tipo que incita a la abstención en las elecciones y deja ahí su mensaje junto a múltiples garabatos, firmas y leyendas indescifrables. Totalmente penoso.

Este es apenas un ejemplo sangrante de los muchos que se reparten por la ciudad. Y, de nuevo, no estaría mal fijarnos en esas grandes urbes europeas que nos fascinan. Sí, en las que a nadie se le ocurre aparcar el coche en una parada del bus (porque lo desgracian a multas) y en las que no se hace botellón en un jardín botánico del siglo XIX (porque eso es ya de por sí inconcebible). En esos mismos lugares tampoco hay pintadas. O si las hay, son residuales. Incluso en Nueva York, cuna del grafiti, se han erradicado. ¿Cómo? Endureciendo las normas, vigilando y obligando a los que no quieren entender que la ciudad es de todos y será mucho mejor sin esas aberraciones que vemos por todas partes. En donde se ha hecho todo el mundo está encantado. Aquí seguimos esperando y padeciendo